lunes, 17 de noviembre de 2008

Microrelato: "Esperanzas de Bruma"

Esperanzas de Bruma


En la tierra de Or se contaba la historia desde hacía generaciones. Según se decía, allá en el albor del mundo, en el País de las Brumas, cruzando el río Sombrío, habitaba un mago de poderes extraordinarios. Vivía en la corte del Rey Brígar, en una torre solitaria dentro del castillo de Dríada, y la fuente de sus poderes era realmente un misterio. Y realmente ningún hechicero, nigromante, brujo u hombre arcano podía igualarse al Mago Tánatos, porque de entre todas sus facultades había una que destacaba sobremanera:
Se decía que Tánatos podía llevar a los vivos junto a los muertos, para que de nuevo disfrutasen juntos de la existencia, poder decirles aquello que en vida no se atrevieron a confesar, y mitigar así apenas un rescoldo de entre el gran infierno de pesar.
Y por eso, el caballero Lirior recuperó algo de su vieja esperanza. Había oído rumores toda su vida, pero desde la muerte de su esposa esos rumores comenzaron a ser susurros, y estos poco a poco trocaron en veladas confesiones de testimonios, reales por supuesto, en los que Lirior comprobaba cómo habían sido muchos los que, cruzando al País de las Brumas, el mago Tánatos había llevado junto a sus seres querido; y, de hecho, al volver junto a ellos, casi nadie regresaba de pura felicidad al ver cumplido su sueño más profundo e irreal.
Por eso, Lirior quería cruzar al País de las Brumas. Cubriría de oro al mago Tánatos, de joyas, de títulos, de ejércitos, se pondría a su servicio personal, se arrastraría ante él, haría realmente cualquier cosa con tal de volver a estar con Dara. La tuberculosis la había arrancado de sus brazos, y desde aquél momento a Lirior cada segundo de cada hora de cada día le parecía una tortura propia del Prates, un lento discurrir del tiempo anclado en un infierno en vida dentro del cual nada tenía sentido sin Dala; sin sus ojos, sin su sonrisa, sin el susurro a su espalda, sin la cálida suavidad de las palmas de sus manos, sin su risa desatada que desafiaba cualquier viento.
Por eso, Lirior removió cielo y tierra hasta encontrar el camino al País de las Brumas. Atravesó el desierto de Vita y el marjal de Nihil, y tras las montañas de Grief, divisó al fin las Brumas. Sin detenerse, divisó los muros del castillo a la mañana de los dos días siguientes. La guardia le detuvo, pero Lirior les contó a los soldados su pretensión, y éstos mudaron el gesto: rápidamente le franquearon el paso, y Lirior fue conducido hasta el rey Brígar.
Lo encontró sentado en el trono, cabizbajo, viejo y arrugado como una bandera que flamea sin fuerza, rota y gastada por los años. El rey Brígar abrió un ojo y las múltiples arrugas de su párpado color ceniza se escondieron bajo una ceja poblada de nieve.
-¿Qué quieres de mí, infeliz?
Lirior arrojó la rodilla al suelo e inclinando levemente la cabeza respondió:
-Vengo de Or, majestad señorial. Vengo de Or para pediros concesión de audencia con el mago Tánatos.
El rey entreabrió el otro ojo, pero su mirada seguía perdida en el suelo.
-Tánatos... Mucho posterga mi sufrimiento, mi mago Tánatos. Mucho dolor. Desde hace años yo mismo le vengo pidiendo audiencia, pero ese hechicero inhumano no me permite tratar con mi hijo... ¡Mi pobre hijo, muerto hace seis años!
-Porque vos mismo lo matásteis, majestad señorial, y esa carga la llevaréis mucho tiempo más -retumbó una voz en la sala del trono-. Ven, Lirior, yo calmaré tu sufrimiento desde hoy por siempre. Acércate a la ventana y sube por la escalera de caracol. Mi puerta está abierta para ti.
La voz de Tánatos era joven y vieja, poderosa y serpeante. Lirior fue hasta la ventana. A la izquierda, envuelta en penumbra, estaba la escalera. Subió hasta contar 71 escalones. Luego, la puerta blanca entreabierta. Lirior la empujó y los goznes se quejaron. Asomó la cabeza y vio una figura alta y delgada con las manos apoyadas en el alféizar de un ventanal; en el cristal, a modo de vidriera, un caballero alanceaba a un dragón.
-Pasa, Lirior. Sé lo que te aflige y lo que te entierra en vida.
Tánatos llevaba una túnica oscura con embozo, y su rostro estaba en sombras aun cuando la luz de la ventana caía sobre él-. ¿En verdad, de corazón, quieres que Dala vuelva a estar junto a ti? Sólo yo tengo ese poder, ningún otro podrá ayudarte.
Los ojos de Lirior se llenaron de lágrimas, azotados por los recuerdos que, de súbito, rebosaron en su mente.
-Mi esposa, mi amor, toda mi vida -balbuceó a duras penas, moqueando. Las rodillas le temblaron y cayó al suelo, tapándose el rostro con las manos-. Haré lo que sea, Tánatos, haré lo que me pidas. ¡Sólo deseo estar con Dala!
-¿Abandonando a sus hijos? ¿A tus amigos? ¿Dedicarías toda tu vida a recuperar algo que sólo yo puedo devolverte?
Percibió Lirior que el tono de las preguntas no admitía mentira.
-Si puedo volver a estar con ella, sí, lo haría. Ayúdame Tánatos.
Hubo algo parecido a una pequeña brisa apenas rasgada. No supo Lirior si de aquel embozo oscuro salió un suspiro o una risa.
-Así sea, pues.
Tánatos caminó hacia Lirios, y sus pies no hicieron ningún ruido sobre la madera del suelo. Vio entonces Lirior que sus manos estaban totalmente descarnadas, y mientras el corazón se le paraba en el pecho supo ante quién estaba, y justo en el último suspiro se maldijo al descubrir el misterio.
Tras el desplome, hubo un silencio intemporal.
-Muere en paz, Lirior. Ojalá encuentres a tu amor entre los Llanos de la Niebla.

Lentamente, volvió hacia el ventanal. La luz caía gris sobre su figura. Entonces, la Muerte volvió a sentirse dueña de la desesperanza del Hombre.

Como tantas otras veces.

Fin.
(c) RASC 2008

¡¡No alimentemos la falsa esperanza, pero no renunciemos a los sueños mientras nos quede vida!!

¡¡¡LUCHEMOS, FULANOS!!!

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