martes, 11 de enero de 2011

En Avilés había una vez

En Avilés había una vez una muralla, de tres de alto por uno y medio de ancho, abierta con cinco puertas y guarnecida por dos barbacanas, y con un camino de ronda y un adarve que fue paseo hasta que se demolieron los lienzos.
En Avilés había una vez una fuente de la Cámara, que fue fontanal con arqueta hasta que la enterraron los años y la remataron unas obras municipales.

En Avilés había una vez dos torres gemelas, una llamada de los Alas, otra del Alcázar. La primera adosada a la casa-palacio de la misma familia, entre la iglesia de San Nicolás (hoy San Fran) y el palacio de Camposagrado, artillada con cañones y aspilleras; la segunda era, como la alada, de cinco lados y tres pisos con un reloj con barra de torsión y campana encima y dos manecillas: una para las horas, otra para las medias.
En Avilés había una vez unos alfolíes o almacenes de sal, junto a la puerta del puente, que ahora no se sabe a qué se dedican, o qué guardan.
En Avilés hubo un día un poblado a las afueras llamado de San Sebastián, con ermita dedicada a tal santo y todo, y al que se iba cruzando por el puente y atravesando el camino de igual nombre, y que quedaron, poblado y ermita, anegados por el tiempo.
En Avilés hubo pósitos de grano en la calle Rúa Nueva (Fruta), y tres conventos de los que subsiste uno: el de San Francisco (hoy San Nico). Los otros dos, de la Merced y de San Bernardo, sobreviven también pero en esencia, con el alma repartida entre piedras reutilizadas.
En Avilés hubo guerras y bombardeos, y un victorioso desfile militar, aunque de todo eso, por fortuna, nada queda.
En Avilés había una vez un teatro-circo, llamado Somines, que voló por los aires en 1937 gracias a un gentil bombardeo; y un Iris, abandonado en 1956; y un Clarín, ídem en los setenta; y un Chaplin, un Florida y un Canciller, ídem en los ochenta; y un  Almirante, en los dos mil. Como en Los Inmortales, sólo queda uno: el Marta, cine palaciego donde los hubiere.
Hubo en Avilés tres campos, a saber: del Faraón (cerca plaza la Merced), de San Roque (aprox. parque del Carbayedo e iglesia de San Rocky IV) y de Bogad (cerca de la estación de autobuses).
Hubo en Avilés una playa de San Balandrán, a cuya vida estaba adosada una lancha por nombre "de Velilla". 
Y hubo un tal Pachico, hijo de un capataz, los cuales, juntos páter et filio, curraron en la canalización de la ría allá por el diecinueve, y cuya mano (la de Pachico) avisaba antorcha en ristre a los barcos para que virasen a estribor al entrar en nuestro brazo marino por la curva que ahora lleva su nombre.
En Avilés había una vez un Fuero que decía que dentro de los muros de la Villa "nadie es más que nadie".
En Avilés hubo una vez jamones, y vino. Y se fue.
En Avilés había una vez prados y colinas y bosques que rodeaban la Villa bajo la sombra de la sierra del Bufarán.
Hubieron en Avilés terremotos, inundaciones y nevadas variadas, y un escribano por nombre Reconco, que empeñóse en contarlo todo.
Hubo en Avilés un rollo que no era sino un poste de piedra para ajusticiar reos. Primero en la plaza de fuera de la villa (Parche), y luego, cuando ya fue rémora, colocáronlo a la entrada de la calleja de los cuernos esquina la Cámara. O sea, mal rollo.
En Avilés hubo una vez monedas romanas con la jeta del emperador Nerón en medio (sin lira), y con la diosa Ceres y espigas de trigo.

Hubo una vez en Avilés un novelista.
¿Habrá más? Lo intento.

Había una vez en Avilés cosas que fueron y no son; cosas que son y no fueron.
Cosas que fueron, y que son.
¿Serán?

En Avilés, una vez, hubo un Cronista.