viernes, 20 de mayo de 2022

Parte de un año: sobre Luis Arias Argüelles-Meres

PARTE DE UN AÑO: SOBRE LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES

Nunca me lo confirmó explícitamente, pero creo que a Luis Arias no le entusiasmaban los panegíricos, y no consideraba el hecho de morirse como un mérito, como si, por el hecho mismo, lo que fue malo o regular antes se volviese bueno después. Sí me dejó claro que huía de lo cursi, lo cual alguna vez dio lugar a amigables debates sobre Armando Palacio Valdés, considerando don Luis al lavianés un escritor remilgado, lo cual no le impidió, por cierto, publicar una pequeña biografía del autor de ‘La aldea perdida’.

Intentaré no ser cursi, ni remilgado, ni haré un panegírico. Sin embargo, no puedo mentir: Luis Arias Argüelles-Meres fue conmigo un caballero, un maestro, un mentor, un amigo. Sin conocerme aún en persona viajó a Madrid junto a Fe, su esposa, para presentar mi primera novela. “Sólo reseño novelas que me gustan”, me advirtió cuando contacté con él por vez primera, hace casi ocho años, con la intención de enviarle el manuscrito. Cuando su reseña se publicó en EL COMERCIO sentí haber llegado a una primera meta: la novela le había gustado a quien yo llevaba lustros leyendo sus artículos en prensa desde aquel titulado “Dejen a Azaña en paz”. Ya no importaba tanto publicar o no, ni las ventas: le había gustado a Luis Arias y eso era ya un gran premio. Desde entonces me honró con su compañía, bien en persona, bien en la distancia, pero siempre instructiva, obligándome a estar alerta, a pensar dos veces sobre la polémica nacional o regional de turno.

Es evidente: no conocí a don Luis en la intimidad familiar del hogar, cuando quizá birlase el mando de la tele para poner el partido del Real Oviedo, o cuando tal vez protestase porque en la casa de Llanio había salido humedad en el techo del baño. No obstante, lo que sí es evidente es su total independencia, su rigor para con lo ético que le acarreó dislates y reveses públicos y privados y en los que, siempre, se mantuvo fiel a sí mismo: fiel a la República, al Quijote, a Llanio, al Oviedo, a los libros de la colección Austral de su padre Antón de la Braña, a Ortega y María Zambrano, a Asturias, a la memoria, a don Manuel Azaña. Su faceta más intelectual puede encontrarse en ‘La reinvención del Quijote y la forja de la Segunda República’; la más personal en ‘Parte de Posguerra’ y ‘Desde la plaza del Carbayón’; la más íntima, en ‘Pudorosa penumbra’. Un escritor de fuste, un reconocido y premiado articulista, un lujo para la intelectualidad contemporánea, un obrero de la pluma que publicó su último artículo semanal apenas unos días antes de su muerte. Una persona capaz de rescatar del olvido la palabra “atopadizo”.

Nos vimos por última vez antes de la pandemia, en Cornellana, en su Bajo Narcea, desayunando en verano. Yo iba cargado de preguntas para hacerle y, sin embargo, se las apañó para escurrirse y terminar entrevistándome él a mí, como si yo tuviese algo importante que decir: qué opinas de esto, qué piensas de aquello, qué te parece tal, y cual, y esto y lo otro. Ese era el Luis Arias que afortunadamente conocí durante los últimos ochos años que son ya, sin duda, un tesoro de mi memoria.

Cuesta, a veces, no ser cursi. Cuesta no dejarse llevar por las alabanzas que se agolpan en el corazón. Cuesta hacerse a la idea de que no pueda leer estas líneas, él, que siempre leía amablemente todo lo que yo escribía. Cuesta no imaginarse a Luis Arias paseando, las manos a la espalda bajo la última luz otoñal de una tarde cualquiera, fumando con boquilla, comentando cualquier cosa interesante con su voz rumbosa y algo ronca, adentrándose su eminente figura en algún lugar de las afueras de Llanio, las hojas cayendo, el dedo índice levantado como nuestro comúnmente admirado Azaña, quien terminase ‘El jardín de los frailes’ con la misma frase que surge, quizá, al perderse la silueta de don Luis mientras se graba por siempre en el alma: «es el ocaso».
Acompañado de D. Luis, en la presentación de 'la vieja bandera', diciembre 2014.


(Publicado en 'El Comercio' el 19 de enero de 2022).

lunes, 7 de octubre de 2019

Y salí unamuniano

'MIENTRAS DURE LA GUERRA' me convenció. También me persuadió. Salí del cine bastante 'unamuniano', compartiendo algunas reflexiones de don Miguel y detestando otras, como él mismo hizo toda la vida. Porque, ¿qué es ser 'unamuniano'? Echar una ojeada a varios hechos de su biografía ayuda a responder: tal y como le dice Salvador Vila en la película, "usted ha sido de todo, don Miguel", a lo que él responde "yo no he cambiado; habéis cambiado los demás". Unamuno puro.
El escritor, de la generación del 98, vivió con apenas 10 años el asedio de Bilbao por parte del ejército carlista en la Tercera Guerra ídem. Fue un intelectual agudo, cultísimo y tocacojones, mosca cojonera del poder circunstancial, y eso me gusta. Recordemos que Unamuno afirmó que el rey Alfonso XIII estaba rodeado de "trogloditas y gentuza", y que "se finge prisionero del directorio militar y se ríe de la patria, traidor a la Constitución y autor verdadero del golpe". No olvidemos que fue desterrado a Fuerteventura por la dictadura de Primo de Rivera. Y que, antes de eso, ganó un premio literario nacional que entregaba el propio rey Alfonso XIII. Sobre esto último, y tras las críticas al rey de don Miguel, había mucha expectación ante el asunto. Unamuno fue a recoger el premio de manos del propio rey, y se produjo (más o menos) esta conversación: "-Enhorabuena. -Gracias señor, me lo merezco. -Nadie me había nunca dicho algo parecido. -Porque nadie lo había merecido tanto como yo." Eso es ser unamuniano, creo. De Fuerteventura se fue a Francia, y de allí, en los estertores de la monarquía, regresó triunfalmente como un héroe a España, cruzando a Irún y siendo recibido entre vivas y banderas socialistas, hablando en favor de la libertad y contra cualquier tipo de dictadura (profético y curioso). Ese era don Miguel. Vaivenes. Bandazos. Genialidades. También miserias.
Llegó como uno de los padres de la República, hasta el punto que fue elegido diputado y como tal fue recibido en el Parlamento con sus señorías puestos en pie y entre aplausos. Recordemos que en aquel parlamento estaban Gregorio Marañón, Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala, entre otros. Hasta tal punto llegaba su aura, que intelectuales y escritores como Pedro Guillen, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Bergamín... pidieron que él fuese presidente de la República, aunque él se descartó. No olvidemos que el cuñado de Azaña, Cipriano Rivas, dijo aquello de "unamuniemonos todos". Vaivenes, disonancias. El mismo Unamuno que se disculpaba con Azaña por carta, en 1918, por no poder impartir una conferencia en el Ateneo (cuando Azaña era su secretario) al tener que asistir en Valencia a la boda de uno de sus hijos... es el mismo (o no, quizá fuese otro distinto) que el 19 de julio de 1936, en Salamanca, escribió "¡Viva España, soldados! Ahora a por el faraón de El Pardo". El "faraón de El Pardo" era Azaña, y Unamuno, odiándole, pedía que los sublevados secuestrasen al presidente constitucional de la República. Muy unamuniano. Ahí arranca la (genial) película de Amenabar. Todo está cuidado y medido. No hay equidistancia alguna, como ciertas críticas señalaban. Lo que hay son personajes de verdad, no malos (curiosamente) de película. Y se cuenta algo inédito hasta ahora en el cine español, salvo quizás 'Dragon Rapide' (1986) y la insípida tv-movie 'La conspiración' (2012): el proceso por el que Franco acabó convertido en mando único del banco sublevado.
La factura técnica es impecable: vestuario (Sonia Grande), maquillaje (increíbles Unamuno y Millán-Astray, y también Franco), fotografía (Álex Catalán, de 'La isla mínima')... La música, del propio Amenabar, yo no la haría así pero al menos cumple. El guión es muy cuidado, plagado de detalles y referencias que los adentrados en la materia podrán disfrutar. El asesoramiento histórico es muy elegante, y preciso (Julián Casanova, catedrático de Contemporánea de la universidad de Zaragoza, un máquina). El reparto brilla, pero sobre todos ellos, dos nombres: Eduard Fernández como Millán-Astray y, un peldañito por encima, Karra Elejalde como Unamuno. La factura técnica es de primer orden (ojo a las tropas de Marruecos cruzando el estrecho de Gibraltar en los Junker nazis, impagable escena). Salamanca es, en sí misma, un plató cinematográfico. Escenas impagables como las del himno y la bandera: primero confuso, luego agradable en la cuerda, y luego terrible como la marcha que es. Conseguir ese efecto es arte puro, como la escena (mítica y mística) del Paraninfo, mar donde conducen los ríos de la película. El guión no esconde las contradicciones, sino que bucea en ellas, las expone sin ambages. No podía ser de otra, tratándose de Miguel de Unamuno y Jugo, el que no hacía novelas sino nivolas. Su tragedia, la de darse cuenta del error demasiado tarde y aun así quedarse en tierra de nadie porque al otro lado también hay frío; quedarse aislado en una tercera España vacía y desamparada. Un don Miguel que toda la vida criticó a los "hunos" y los otros, teorizando sobre lo que habría de llegar en cada momento por bien de esa España que le dolía. Cuando llegó lo esperado, se asomó al abismo. Captar eso en un guión es difícil, y exponerlo con maestría, más. Enhorabuena. El bastón unamuniano se balancea a la espalda, sostenido por las manos de Karra Elejalde. Saltan astillas de la puerta. Repica el hierro de la verja. Se pone el sol sobre el puente a las afueras de Salamanca. Costumbre. Disparos en la lejanía. La duda, la tragedia silente. Es el ocaso.
P.D. Una película así para Azaña, por favor.

sábado, 27 de julio de 2019

Arturo Fernández en el metro


A veces imagino a determinados personajes en extrañas circunstancias. Digo Metro De Madrid Informa como puedo decir Renfe Cercanías les Agradece Que Hayan Viajado Con Nosotros. Y "por extrañas" circunstancias me refiero a situaciones que se salgan fuera de lo comúnmente relacionado con tales personas. Por ejemplo me imagino a Manuel Azaña paleando grijo (o gravilla republicana, por supuesto), o a Beethoven sexando pollos (le pega: cada pollo una nota), a Tolkien preparando un café en un chigre después de 11 horas de trabajo continuado, sudoroso, aguantando estupideces de los clientes e imbecilidades aún más flagrantes de algún jefecillo torvo. Quizá el gran Miklós Rózsa habría sido un encorsetado empleado de notaría que malviviese laboralmente notando, mientras tanto, cómo la música bullía en su interior, soñando despierto con ser un gran músico. Tal vez don Miguel Delibes sintiese cómo las palabras se le escurrían entre los dedos mientras, en un universo alternativo, cargaba carbón en los barcos amarrados cerca de la Junta de Obras del Puerto. Luego, de noche, Miguelito se sentaba a escribir, con sus yemas negras, y sus huesos muy cansados, y aun así las más noches tecleaba aunque apenas unas breves líneas fuesen; no había otro Camino y quien lo probó, lo sabe.
No hablo de mejor o peor, de justicia o injusticia. Solamente me los imagino.
Hace poco iba en el metro de Madrid (te informa), 7:30 de la mañana, apretujado ora contra la ventanilla, ora contra el grueso cristal de la puerta. Gran calor en la calle aun tan temprano, cerca de 30 grados, y el andén del metro, si bien en sombra y bajo tierra, tampoco representa un fresco refugio. Además, casi siempre hay que esperar. Miro el móvil, deslizo el dedo, levanto un momento la vista y veo cómo a lo largo y ancho del andén casi todo el mundo está con la cabeza gacha, como yo, absorto en sus pequeñas pantallas. Me siento una más de las ovejas y guardo el móvil.
Será un día largo, difícil, complicado; un día más entregado sin remisión a un trabajo que no me gusta. Además, el calor; además, la espera de pie; además, cuando llega el metro cada vagón es una lucha por la supervivencia y la conquista del espacio, ya no sideral, sino personal. Te apretujas contra quién sabe quién, o quién sabe qué: una mochila, un culo, un bastón, una cabeza, una mano, un sobaco. Es éste, el del sobaco, un universo particular que depende de varios factores: persona, hora, día y posición. 
Pero juntemos, juntemos todo esto en la gran marmita de los mitos concomitantes: el sudor, la respiración mezclada con muchos otros alientos, un cabello cercano que arrastra un fragante olor a champú que trae recuerdos casi lejanos, el frufrú de la ropa, la piel que se pega por el calor, la barra donde te agarras como otros tantos millones de trillones de manos y que te espera caliente en verano y fría en invierno. 
Nueva estación y entran más viajeros. Ese, ese es el referido momento en el que toca apretujarse contra la ventanilla o el cristal grueso de la puerta anaranjada con gomas negras. En ese interesante momento recuerdo  lo de palear grijo, sexar pollos, servir en un chigre y cargar carbón. Y, bueno, pienso que en comparación siempre puede haber algo peor: cierto es que me fui de Asturias para encontrar algo mejor, pero tampoco tuve que irme de Hungría a Inglaterra, Francia y EEUU como debió de hacer Miklós Rózsa para progresar en la música y el cine. En mi infancia no tuve que huir varias veces de casa porque mi padre llegase borracho y las pagase conmigo a golpe de cinturón, como le sucedió al bueno de Beethoven; además, sordo de momento no estoy. Tampoco he perdido a mi esposa y me he sumido en una depresión que haya terminado por derrotar por entero mi ánimo, como le ocurrió a don Miguel Delibes. Tampoco se me ha roto el corazón ante tanta y tanta guerra y sinrazón como a Azaña, ni he tenido que cargar frente a una trinchera alemana con un germánico de casco pinchudo volteando el codo en la manivela de la ametralladora, como vivió de cerca Tolkien, quien, por cierto, tuvo en su vida un único recuerdo de su padre: agachado, escribiendo su nombre en una maleta.

¡Es cierto! Pero mi mejilla sigue contra el cristal, las manos y los brazos pegados al cuerpo para ocupar el menor espacio posible. Entonces pienso que sí, que todo eso está muy bien, pero mi mente juega una última mano ganadora: imaginar en esa circunstancia a Arturo Fernández. 

Hijo de un anarquista bastante significado en la cuenca minera que tuvo que pasar años en el exilio. Supo lo que era el hambre, la clase baja, las penalidades. Para ganar dinero practicó boxeo en Mieres. Para ver a su padre tenía que apuntarse a excursiones que peregrinasen al santuario de Lourdes. En una de éstas su padre le dio 9.000 pesetas para que se las diera a su madre, y Arturo, en el viaje de vuelta, paró en Bilbao y se gastó 7.000. El mismo Arturo que, según dijo, solamente aprobó en su vida “dos asignaturas: religión y flauta” en el colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana en Cimadevilla (Gijón). Su madre trabajaba lavando botellas por 4 pesetas al día.  

Los orígenes, la infancia, ¿determinan nuestro pensamiento? O, si no lo determinan, ¿lo permean al menos? Arturo haciendo de “galán”. Arturo diciendo que “Franco me queda a la izquierda”. Arturo afirmando que la gente del 15M es “fea por fuera y por dentro”. Arturo siendo activo defensor de Aznar y la derecha en general (en su derecho estaba). Arturo diciendo que nadie se metió con su padre cuando éste regresó, y que pudo volver a su trabajo… después de años no de vacaciones sino de exilio. ¿Cómo casa esto con sus orígenes? No lo sé. Quizá a veces nuestro principio parece no influir demasiado en nuestro final.
Arturo como exportador de asturianía; una Asturias covadónguica, fabádica, cachópica, santiniana, qué guapina yes, que limpio está Oviedo con las fuentes y el fontán, la sidra, el orbayo con O, la danza prima, los carballones, el Asturias Patria Querida en cualquier ocasión menos en las solemnes como correspondería al himno que es, sobre todo si hay bebida de por medio para cumplir fácilmente el tópico.
Arturo y su chatina. Chato no era por “corto”, sino por xato: ternerito en asturiano. Mi tío también lo decía (¿cómo estás, chatín?), así que tengo mucho cariño a esa expresión.
Gracioso era su personaje (siempre idéntico) de galán fracasado que se ríe de sí mismo y consigue el favor del público. Porque favor lo tuvo, y mucho: teatros llenos y críticas favorables de sus incondicionales. Reconozco que me reía con él en alguna de sus últimas interpretaciones en cine y televisión. Y confieso que me repugnaban casi todas sus palabras vertidas en entrevistas y declaraciones varias. Confieso, igualmente, que de vez en cuando me gusta imitarlo, para desesperación de mi mujer.
Sin embargo, al César lo que ye del César: defendió a una mujer que estaba siendo flagrantemente discriminada por su edad y su aspecto físico, y lo hizo sin saber que había cámaras grabándole, sin público, sin escenario sin aplausos.
Arturo Fernández en el Metro de Madrid a las 7:30 de la mañana. El perfecto Armani arrugado, el perfume mezclándose con los efluvios axilares, el ondulado cabello cano despeinado por los codos que se alzan agarrándose a las barras superiores.
Tal vez el Metro en hora punta no esté hecho para la seda. La galantería llevada al último extremo es francamente difícil de aplicar con tu napia arrugándose en el cristal. Chato chato.