jueves, 27 de diciembre de 2012

Nochefría


Me lo dijo mi tía la tarde de nochebuena, y es verdad: "la vida es traicionera... muy traicionera". Esa frase, por ser cierta e ir abrigada con la sal de las lágrimas, me llenó de amargura. No es que todo sea mentira, que todo sea falso. Más bien, todo es de cristal. Un golpecito y... Nos creemos a salvo, en noches de navidad, en mitad del jolgorio y la risa, llenándonos de turrón y polvorones, pero no es así. Conforme pasan los años me voy cercionando de ello. 
Y es que hay cosas que nunca vuelven. Y ahí está la traición.
Podrán pasar años y años, décadas, pero hay amarguras que ni las bodas, bautizos y comuniones podrán restañar del todo. Son esquirlas que llevas dentro y que ni el más duro de los seres puede superar: siempre están ahí al acostarnos y apagar la luz, cuando todo es silencio y negrura. Es entonces cuando vienen esos fantasmas que sí son reales, que son de verdad. Son monstruos con los que puedes y de hecho debes luchar y pelear, porque la vida sigue siempre adelante y como decía Tolkien por encima de todas las sombras siempre está el sol. Es cierto. Sin embargo... 
Estas navidades me han traido recuerdos muy amargos. Falta ya demasiada gente y este goteo no va a terminar. Irá aumentando, lentamente espero, pero inexorable. Entre tanto, amas, quieres, ríes, lloras... y al final siempre te quedas solo. No están. Ya no. Si quedó algo por decir, por hacer, por acariciar... ya no puedes. Traición. Y ese dolor sigue ahí, ya sea latente, casi mudo, y aunque trates de solaparlo con gestos, risas y palabras. Nunca se va. Quien haya perdido lo sabe. Y no hay adornos ni belenes, ni cenas de nochebuena, ni comidas de navidad, ni compras de última hora, ni película, libro o hermoso cartel que sofoque esas brasas. 
Faltan muchos pero sobre todo tres que no me puedo quitar de la cabeza estos días, aunque, realmente, que sea 24 de diciembre o 3 de octubre carece de importancia. Mi abuelo Luis, mi abuela Paz y mi tío Bartelmi. A los tres me quedaron cosas por decir, y con los tres me faltaron momentos por vivir. "¡Claro!", me diréis, "es la vida misma"... Pues precisamente, tal es su traición. Es un continuo filo de navaja, una obligación al carpe diem cuando no debería ser tal cosa. Fotos viejas y recuerdos son lo que quedan. Y tú, quedándote, te sientes muy solo aunque estés rodeado de gente. Porque si, como dijo San Agustín, la medida del amor es amar sin medida, sin medida es también lo que falta. 
Eso no se puede medir. 
Pasarían mil años y seguiríamos echándoles de menos; tendremos hijos y nietos y el amargor seguirá ahí con nosotros hasta que cerremos los ojos. Porque si existen momentos felices, que muchos vendrán a buen seguro, seguiremos queriendo compartirlos con los que más echamos en falta. Querremos escuchar su consejo, oír su voz diciendo nuestro nombre, aspirar su olor al abrazarlos. Porque aunque la carne acabe envejeciendo y se pudra, el alma (llámalo equis) no lo hace. El corazón es el mismo y ama igual, aunque más amargamente porque conforme pasa el tiempo eres más consciente de los riesgos que corres amando a los tuyos aunque sea imposible hacerlo de otra manera. 
¿Cómo no amarles, aunque se hayan marchado?
Por eso, ya sea nochebuena o cualquier otra noche, o día, o tarde... en ocasiones sólo quiero estar en silencio, la cabeza reposando en el regazo de Ana, cogiendo fuerzas para las nochefrías. 
-¿Qué te pasa? -suele preguntarme ella, tras un buen tiempo de silencio.
Suelo entonces mirar a la claridad de la ventana, sin que ella pueda ver mis ojos, y tras unos instantes acabo por responderle.
-Nada.

Menuda traición.