PARTE DE UN AÑO: SOBRE LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES
Nunca me lo confirmó explícitamente, pero creo que a Luis Arias no le entusiasmaban los panegíricos, y no consideraba el hecho de morirse como un mérito, como si, por el hecho mismo, lo que fue malo o regular antes se volviese bueno después. Sí me dejó claro que huía de lo cursi, lo cual alguna vez dio lugar a amigables debates sobre Armando Palacio Valdés, considerando don Luis al lavianés un escritor remilgado, lo cual no le impidió, por cierto, publicar una pequeña biografía del autor de ‘La aldea perdida’.
Intentaré no ser cursi, ni remilgado, ni haré un panegírico. Sin embargo, no puedo mentir: Luis Arias Argüelles-Meres fue conmigo un caballero, un maestro, un mentor, un amigo. Sin conocerme aún en persona viajó a Madrid junto a Fe, su esposa, para presentar mi primera novela. “Sólo reseño novelas que me gustan”, me advirtió cuando contacté con él por vez primera, hace casi ocho años, con la intención de enviarle el manuscrito. Cuando su reseña se publicó en EL COMERCIO sentí haber llegado a una primera meta: la novela le había gustado a quien yo llevaba lustros leyendo sus artículos en prensa desde aquel titulado “Dejen a Azaña en paz”. Ya no importaba tanto publicar o no, ni las ventas: le había gustado a Luis Arias y eso era ya un gran premio. Desde entonces me honró con su compañía, bien en persona, bien en la distancia, pero siempre instructiva, obligándome a estar alerta, a pensar dos veces sobre la polémica nacional o regional de turno.
Es evidente: no conocí a don Luis en la intimidad familiar del hogar, cuando quizá birlase el mando de la tele para poner el partido del Real Oviedo, o cuando tal vez protestase porque en la casa de Llanio había salido humedad en el techo del baño. No obstante, lo que sí es evidente es su total independencia, su rigor para con lo ético que le acarreó dislates y reveses públicos y privados y en los que, siempre, se mantuvo fiel a sí mismo: fiel a la República, al Quijote, a Llanio, al Oviedo, a los libros de la colección Austral de su padre Antón de la Braña, a Ortega y María Zambrano, a Asturias, a la memoria, a don Manuel Azaña. Su faceta más intelectual puede encontrarse en ‘La reinvención del Quijote y la forja de la Segunda República’; la más personal en ‘Parte de Posguerra’ y ‘Desde la plaza del Carbayón’; la más íntima, en ‘Pudorosa penumbra’. Un escritor de fuste, un reconocido y premiado articulista, un lujo para la intelectualidad contemporánea, un obrero de la pluma que publicó su último artículo semanal apenas unos días antes de su muerte. Una persona capaz de rescatar del olvido la palabra “atopadizo”.
Nos vimos por última vez antes de la pandemia, en Cornellana, en su Bajo Narcea, desayunando en verano. Yo iba cargado de preguntas para hacerle y, sin embargo, se las apañó para escurrirse y terminar entrevistándome él a mí, como si yo tuviese algo importante que decir: qué opinas de esto, qué piensas de aquello, qué te parece tal, y cual, y esto y lo otro. Ese era el Luis Arias que afortunadamente conocí durante los últimos ochos años que son ya, sin duda, un tesoro de mi memoria.
Acompañado de D. Luis, en la presentación de 'la vieja bandera', diciembre 2014. |
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