“-Cariño, estamos entrando en Córdoba.”
La voz más dulce del Mundo (cuando quiere) me sacó de mi letargo. Me desperté con la visión de las primeras casas de Córdoba desperdigándose a ambos lados de la vía del tren. El sol luce ahora, y sólo desaparece al entrar en la estación central. Al poner el pie en el andén, lo primero que requirió mi atención fue el olor. El aroma. Una mezcla de naranjos en flor y semillas de azahar que no nos abandonaría hasta ahora, cuando escribo desde el vagón número 7 del tren 09383, siendo las 18:52 horas y viajando, concretamente, a 249 kilómetros por hora. 19 ºC marca la temperatura exterior.
[Por cierto que Ana me está masacrando a gominolas. Es un dato.]
Pero mis recuerdos viajan de nuevo dos días atrás, a eso de las diez de la mañana del día trece de noviembre, cuando ya pisábamos, al fin y cuales Abderramán primero, las tierras de la capital de Al-Ándalus. Y seguía el aroma a naranjos y azahar y a sol y a Historia enroscándose en cada plaza, calle y esquina.
Y es que Córdoba es eso: aroma, brisa templada (salvo en la noche de esta época); es jazmín, y sol en el agua verde del Guadalquivir, y el reflejo dorado de las puertas de la Mezquita. Entramos en la ciudadela por la Puerta de Almodóvar, saludando (yo, con mirada silenciosa) a la estatua de Lucio Anneo Séneca, que queda a la izquierda de la puerta, según se entra. Las callejuelas estrechas de la Judería se abren ante nosotros en un laberinto de paredes de blanco encalado, combadas muchas de ellas hacia dentro para no estorbar el paso de las ruedas de los carros, antaño.
Dejando nuestros bártulos en nuestro cuartel general (hostal "González", en calle Marquínez, número 3) nos dirigimos raudos a desayunar, porque huelga decir que, a tales alturas, y tras haber tomado en Madrid un par de tés con alguna galleta (Ana una tostada), nuestro hambre es ya, como diría mi abuelo Luis (qepd), canina (creo haberle oído decir en alguna ocasión también lobuna, si bien no podría asegurarlo). Reponemos fuerzas bajando la calle, en una pequeña cafetería-restaurante que está justo en frente de la taberna Casa Pepe de la Judería (con solera y letrero en azulejo con inscripción de “fundada en 1930”). Donde saciamos nuestro hambre matinal lleva por nombre Oh La-lá, que no es muy cordobés, pero que servían unas tostadas con bolas de mantequilla encima que eran de morirse (de gusto).
Tras (re)llenar nuestros estómagos, Ana me pregunta:
“-¿Por dónde te apetece empezar?”
Me lo pienso, pero sólo un instante ínfimo.
“-A la mezquita.”
Cinco minutos de paseo por las callejuelas mágicas y llenas de tabernas y tiendas de la Judería, y llegamos a los muros almenados de la mezquita-catedral. Ya su fachada exterior merece detenerse con calma, sin hablar apenas lo justo, y mejor si es nada. Encierra, dentro, 24.000 metros cuadrados, y sus puertas son verdaderas joyas del Arte, de la Historia, de la Humanidad y de cualquier cosa que se pueda escribir con Mayúsculas. Véase, verbigracia, la puerta del Perdón, del siglo XVI y estilo mudéjar, cercana al altar de la Virgen de los Faroles (iluminado de noche por los mismos, y con plaquita de advertencia correspondiente, avisando al paseante de su deber de honrar a la Virgen a su paso). Por encima de las puertas y las almenas del muro se eleva la torre del Alminar, con sus 93 metros de altura. De época de Abderramán III (912-961), desde ella llamaba el muhecín a la oración las cinco veces al día que dispone el Corán. Posteriormente, con la conquista de Córdoba por las tropas de Fernando III el Santo, en 1236, pasó la torre del Alminar a convertirse en campanario y a coronarse con una escultura del arcángel San Rafael, patrón de Córdoba, pasando años más tarde a ser la torre barroca, de finales del siglo XVI, que llega hasta nuestros días. Con dicha conquista, la mezquita aljama se consagró como catedral bajo la advocación de Santa María la Mayor. Las obras para convertirse físicamente en catedral se iniciaron en 1523 bajo la dirección de Hernán Ruiz I. Es curioso este hecho, pues el cabildo de la ciudad prohibió en un principio esas obras, penando con la muerte a quien trabajase en ellas. Fue Carlos V quien intercedió para se realizasen, si bien, y aquí viene lo memorable, el propio emperador se lamentaría años más tarde de este hecho, pues con ellas se había hecho nuevo lo antiguo y...
“...habéis tomado algo único y lo habéis convertido en algo mundano.”
Cuando cruzamos las mismas puertas que cruzase el propio Carlos V (o unas parecidas, o cercanas, al menos), encontramos el patio de los naranjos, plagado de dichos árboles y, sobre todo, de sus frutos, esparcidos por doquier sobre el empedrado. En el suelo, en torno a una fuente cantarina, decenas de canalizaciones de agua que forman parte del aljibe construido por Almanzor en el siglo X. De pronto, rompen las campanas de la torre, y el hechizo del sol sobre las hojas de los naranjos se esfuma.
Es hora de entrar.
Y, lo mejor, estaba dentro.
Sabemos que el Islam prohíbe la representación de figuras humanas. Bien. Entrando en la mezquita aljama, uno comprende que, realmente, no hace ninguna falta. Paso detrás de Ana, y por encima de su hermoso cabello castaño que nada tiene que envidiar al de cualquier esposa de cualquier Califa, mis ojos se postran (ese es el verbo adecuado) ante la Belleza silenciosa y luminosa de cientos de columnas y arcos bicolores, blanco y rojo, todo iluminado en un apagado tono escarlata; y tracerías, y enyesados de decoración vegetal que suben retorciéndose, como danzando, entre pared y pared; y la luz que entra en finos haces por la piedra abierta y vidrieras de colores, fundiéndose en los espacios entre columnas. Y, de repente, un rayo de luz sortea todos los fustes y chapiteles, y se refleja en el suelo de terrazo, como llamándome, transportando con él los más de mil doscientos años que han pasado desde que Abderramán I, el “príncipe errante”, el último de los Omeyas huído de Damasco cuando su familia, hasta entonces reinante en el Califato, era asesinada por la familia Abasida de Bagdad. Por eso Abderramán el joven puso pies en polvorosa hacia el rincón más alejado de su recién perdido imperio.
Me aparté, entonces, buscando estar solo unos instantes, arrimándome a la compañía de aquel haz de luz, solitario como yo; y entonces, este asturiano admirador de la época del rey Ramiro I (842-850), se emociona cuando, al cerrar los ojos, esa misma luz se transforma en la luz de Al-Ándalus, iluminándome los párpados, y a mí mismo, por dentro y por fuera; y escucho al muhecín llamar a la oración, su voz omnipotente desperdigándose hasta el último rincón de la última piedra de Córdoba; y detrás mía escucho el sibilino arrastrar de cientos de pies que acuden a la oración del viernes, las manos húmedas aún del agua de las abluciones.
Unas manos cariñosas me sujetan por la cintura, y vuelvo al siglo XXI.
El interior de la mezquita aljama no se puede describir más. Al menos, yo no puedo ni sé hacerlo. Sí, tuvo ampliaciones, que si Almanzor, que si Abderramán II, que si este, el otro... pero realmente hay que estar allí y sentirlo uno mismo. No diré más.
Quédense con la luz.
Córdoba fue fundada en el siglo II a.C. por Claudio Marcelo, como una colonia fluvial, con su puerto al Guadalquivir como enclave principal, llegando a ser capital de la Hispania Citerior (la más cercana a Roma geográficamente, al contrario de la Ulterior, la más alejada). Hoy en día, tiene unos 325.000 habitantes. Me atrevo a decir que fue Capital del Mundo. Recuerdo, vagamente, al personaje interpretado por Alec Guinness en “Lawrence de Arabia”, diciéndole al que interpretaba Peter O'toole aquello de...
“...Córdoba... ¿sabes que Córdoba ya tenía alcantarillado y alumbrado público cuando Londres no era más que un villorrio?”
Mira entonces más lejos, más allá de la cámara que lo enfoca, perdidos sus ojos, y murmura como para sí...
“...Córdoba...”
Ni hicieron falta más palabras. Como ahora.
Saliendo de la mezquita, y tras un paseo en el que intentaron leerme la mano cinco veces (las conté) ofreciéndome a cambio una ramita de laurel, o de hierbabuena o azafrán, o de algo así, fuimos a comer a una de las miles de tabernas que salpican la Judería. La “Taberna de Rafaé” fue la elegida. Después de comer, y tras otro paseo, llegamos hasta el alcázar de los reyes cristianos: fundado en 1328 por Alfonso XI en el lugar que antes ocupase un recinto militar árabe. Sirvió como residencia a los reyes de Castilla en sus estancias en la ciudad, y como cuartel general de los Reyes Católicos durante los últimos coletazos de la guerra de Granada (aquel enero de 1492 famoso, si bien la contienda llevaba librándose desde 1482). En su interior vimos, sobre todo, piedras e inscripciones de época romana. Suponemos que como exposición permanente, si bien completamente descontextualizadas. Por contra, lo que destaca es la maravilla de los jardines, con sus fuentes, flores rojas y azules y de muchos colores más (lamento no poder precisar más, porque resulta que el que esto escribe es daltónico) y estanques y albercas y que, con aquella luz mortecina de final de la tarde, tenían un encanto especial y fácil era, de nuevo, sentirse transportado a otro tiempo. Aunque esto último no podía ser difícil para mí, pues paseaba en aquel momento con la más encantadora de las reinas de Occidente, Oriente, Aquí, Alla, Ayer, Hoy y Mañana.
Hermoso es también el camino que lleva, bajando por las caballerizas reales hasta la plaza del Triunfo: estatua y monumento al triunfo de San Rafael, protegido por un vallado y tras el cual se abre una pequeña balconada ofreciendo una agradable vista del río Guadalquivir y el puente romano que lo cruza.
Y hacia él fuimos, cruzando la puerta del Puente: diseñada por Hernán Ruiz II (conjeturé aquí sobre un posible guiño en el libro La Mano de Fátima, de Ildefonso Falcones, pues el protagonista se llama Hernando Ruiz y vive a caballo entre la Alpujarra granadina, Granada y, sobre todo, Córdoba, en el siglo XVI) en el año de 1571, con ocasión de la visita a la ciudad de Felipe II (una inscripción lo atestigua en el frontón del arco, algo como “reinando su gracia magestad el rey Don Felipe ta y cual etcétera”. Hablo de memoria, lo siento. Por la puerta se cruza al puente romano, que formaba parte de la Vía Augusta (la calzada romana más larga, un prodigio de más de 1000 kilómetros que bordeaba el marenostrum Mediterráneo desde los Pineranei Pirineos hasta Gades Cádiz). Este puente ha sido acondicionado recientemente (se nota sobre todo a media distancia en su pretil), y su piedra brilla al sol y se refleja, en la noche, en el agua del Guadalquivir. A mitad de recorrido tiene un altar del siglo XVI a San Rafael y en frente de éste un recordatorio del lugar donde hubo otro (altar) a los mártires cristianos los hermanos Acisclo y Victoria, supuestamente del siglo IV d.C. Al otro lado del puente está la torre de la Calahorra, del siglo XIV, siendo antaño dos torres unidas por un arco central. A sus pies, abajo, cerca del río, está el molino de la Albolafia.
Pero Córdoba es mucho más. Es el blanco de sus calles y el color de sus macetas colgadas que te rezuman en los ojos. Son sus patios, diría que miles, en casas particulares, bare
s, restaurantes, hoteles, tiendas... Son los, precisamente, trece patios del Palacio de Viana, a cada cual más bonito y encantador. Son la torre de la Malmuerta, con esa historia medieval del hombre a quien su mujer engaña, matándola él, y demostrándose más tarde que todo había sido una insidia de un enemigo. En insuficiente compensación levantó el hombre la torre, a su esposa que había sido mal muerta.
Córdoba es también la plaza de Colón, cerca de la citada torre, ideal para un fugaz paseo a la sombra de los árboles. La plaza de los Capuchinos, con el Cristo de los siete faroles (puesto allí en 1724, por lo visto). Es la plaza e iglesia de Santa Marina, y la estatua de Manolete. Son unas columnas de un templo romano que te encuentras subiendo hacia la Judería. Es la plaza del Potro, donde Cervantes situase en su “Quijote” la posada del Potro, mentada (la plaza) a menudo en la novela ya dicha de Falcones, “La Mano de Fátima”, con su hospital de Caridad y su escultura del pequeño equino en el centro.
De noche, tras la cena en la bodega “La Abacería”, donde también comimos el día siguiente, catorce de noviembre, un paseo a orillas del Guadalquivir por el Paseo de la Rivera.
Y es que Córdoba también es ese pisto (sin huevo, queda pendiente con el susodicho), ese salmorejo, ese salpicón de marisco, ese flamenquín, esas berenjenas con miel, ese churrasco...
Ese día catorce, el sábado, hubo excursión a las ruinas arqueológicas de Medina Azahara. Un autobús te lleva desde la glorieta de la cruz roja, a la que fácilmente se llega desde la puerta de Almodóvar.
Madinat Al-Zahra, a siete kilómetros de Córdoba, fundada en 936 por el primer Califa de Al -Ándalus (independiente ya, por tanto, del Califa de Damasco, tan lejano), año en que se iniciaron unas obras que durarían veinticinco años. Lamentablemente, una invasión de bereberes en el año 1010 dio al traste con ese pequeño paraíso, siendo saqueada e incendiada en mitad de la guerra civil que desmembraría el Califato en reinos de Taifas. Las piedras de Medina Azahara las usarían como cantera para ulteriores edificaciones, según parece. Y, por cierto, que la construcción de esta gran ciudad no fue un capricho del califa para contentar a ninguna esposa. Significaba mucho más: un deseo de cimentar el recién nacido califato de Ál-Ándalus fijando para el califa una nueva residencia, aún más opulenta e impresionante, dignificando su cargo y su persona y centralizando toda la administración en un solo lugar. Varias calzadas unían Medina Azahara con Córdoba, y recogían el agua del sur de la sierra Morena con varios acueductos, alguno romano y otros de nuevo cuño. Actualmente hay un centro de interpretación a los pies de la colina sobre la que se levanta, en estratos y escalones, la ciudad. Lo más interesante (aparte de su gratuidad) fue un vídeo explicativo de unos quince minutos de duración. Al contrario de lo que la mayoría de estos vídeos suele parecerme (aburridos y liosos) el que aquí nos pusieron fue ameno y entretenido, reconstruyendo la ciudad con infografía y estética de videojuego, con buena música de apoyo y narrado por la archiconocida voz del doctor House. El califa visualizando sus tropas desde lo más elevado de la gran arquería que daba al patio de armas, “hecho para impresionar”, según el panel explicativo. Los emisarios y embajadores también pasaban por allí, haciéndolos recorrer estancias y más estancias, patios y más patios, albercas y más albercas, hasta llegar por fin a las dependencias privadas del Califa, extasiados ya de belleza y suntuosidad. Me imaginé al pobre embajador de Sancho I, rey de Asturias y León (935-966), después de un viaje de mil kilómetros desde aquellas abruptas tierras del norte, llegando a Medina Azahara y viendo todo aquello... ¿Qué cara debió poner? Imaginen...
Como dato, decir que fue en 1910 cuando se iniciaron las excavaciones arqueológicas de Madinat Al-Zahra, aún hoy sin concluir.
Y más es Córdoba, con su plaza de las Tendillas y su estatua en ella del Gran Capitán (Fernando Fernández de Córdoba, el creador de los Tercios españoles en el siglo XV y principios del siglo XVI, ganador para el rey Fernando de tantas batallas en las guerras de Italia) y que fue, la plaza, ya centro urbano desde época romana aunque su estructura actual sea del siglo XX; con su mentada ya puerta de Almodóvar; con sus estatuas dedicadas al médico y filósofo y teólogo y poeta judío Maimónides (1135-1205), y al filósofo romano profesor del emperador Nerón, Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.); y al filósofo, matemático, comentador de Aristóteles y médico árabe Averroes (1126-1198), aquel que dijo aquello de “quien habla de cosas que no le atañen, escucha lo que no le gusta”; y al poeta, filósofo e historiador Aben Hazam (994-1064).
La cena de la última noche fue en la taberna “El toreo”, donde probé el flamenquín por primera vez y ya tengo ganas de repetir.
Y podría decir que esto fue todo, pero mentiría. Fue mucho más, porque mucho es lo que queda. En nosotros. En mí. Una visita así tira de uno hacia arriba, llenándolo. Y porque veo las velas enchichas de las barcas en el Guadalquivir, y yo voy en una. Y al desembarcar, cruzo el puente romano y llego hasta la mezquita aljama, y llama el muhecín a la oración, y yo permanezco de pie, respetuoso, admirándolo todo.
Y tengo al lado a la persona a quien va dedicado este ensayo que ahora concluyo en casa, ya en Madrid, de madrugada; la persona que, cogiendo mi mano, me arrastró con ella hacia ese sol y ese blanco y rojo y ese aroma de jazmín tan especial; la mujer que hizo ante mí bailar sus ojos; y su risa, tan espumosa que pretendiera encandilarme...
...como si se pudiese estar más encandilado de lo que ya estoy...
Maimónides y yo, en animada charla
"Todas las religiones son obras humanas y, en el fondo, equivalentes; se elige entre ellas por razones de conveniencia personal o de circunstancias."
Averroes.