miércoles, 6 de mayo de 2009

Abuelita

La rosa en la ventana

Es curioso y extraño a la vez, y quizá también, desde cierto punto de vista, sea comprensible. Hace ya más de dos años y es ahora, justo en este entretiempo, cuando empiezo a echarla más de menos.
Como siempre, a Rubén se le quedan miles de palabras que decir, miles de cosas que preguntar, miles de ansias por saber más que ahora a la fuerzo debo reprimir. Tantos momentos que pude vivir y que ahora se conforman con ser imaginaciones y fantasías que se pierden en mi cabeza. Tengo la sensación que se fue sin que yo la conociese bien, realmente. Hoy, no es el deseo por investigar la vida de alguien perfecto lo que me mueve a verter en estas líneas mi ignominia mental. Es, en cambio, el lamento lánguido de no poder ver a una persona como fue, con sus luces y sus sombras. Y el problema es precisamente ese: yo tengo alguna luz, pero sobre todo tengo sombras.
No sé por qué escribo esto hoy. No es ninguna fecha especial, ningún día señalado ni efeméride alguna. Pero tengo que hacerlo, aunque no lo lea nadie.
Abuelita la llamé siempre. Miento: hace algunos años improvisé formas de llamarla más acordes con el paso del tiempo, o eso creía yo, al menos. Pero al final, se impuso ese Abuelita ya que, con solo evocar esa palabra, me llevaba inmediatamente a su rostro. Y era este afable, al menos tal y como yo creí conocerlo, ya vetusto, la piel tersa, curtida por años y años de esfuerzo y trabajo.
Recuerdo que en febrero de 2007, en el funeral el cura se refirió a su sonrisa. Tenía razón. Era una sonrisa especial, porque estaba cimentada en su creencia de que toda la gente puede llegar a ser buena, si se lo propone.
Seguro que sufrió, en mayor o menor medida, interiormente, en silencio, cuando yo me aparté de la Iglesia. Devota católica, convencida en la Redención de los pecados, y en la infinita misericordia de Dios, vivió teniendo presentes esas Escrituras que su madre, mi bisabuela María, le inculcó desde niña. Yo mismo he podido ver, en estos dos años, un misal, un catecismo y un devocionario firmados por una joven Pacita Pérez Fernández, 1929.
Su aparición al final de mi pequeño relato histórico publicado aquí hace semanas, "Abril: entre Avilés y la Puerta del Sol", como una jovenzuela que se dirige, en su primer día de trabajo, a la redacción de "La Voz de Avilés", es solo una gota en el mar que no le hace justicia. Ella misma podría haber escrito un relato mucho mejor, que podía haber titulado "Cómo sobrevivir en España en los años 50 con un marido enfermo en cama, una hija pequeña, un hijo aún bebé, una vaca, cuatro conejos, seis gallinas y un pedazo de tierra".
Pero todo esto, ahora, me queda muy grande. Es mucho más grande que yo. Casi me parece una falta de respeto hablar de ello. No debería ser así. Pero lo es. Sé que ella quería a todos por igual, pero también sé que yo no era su nieto predilecto. Pero también sé que eso no cambia nada. La vida somos nosotros mismos y miles de circunstancias cambiantes que nos acechan por doquier.
También sé que nunca nos vimos mucho; al menos, no muy a menudo. Quizá por eso sea ahora, más de dos años después, cuando más noto su falta. Muchas veces la perspectiva de que no haya nada Después, salvo Vacío, me acongoja y tengo que auto-obligarme a pensar en otra cosa; y otras veces me gusta pensar que tal vez esté por ahí, no sé si arriba, abajo o simplemente por Ahí, observando cómo su nieto no-predilecto, se lamenta él solo, en silencio, sin contarlo a nadie, a veces a oscuras en la cama, de noche, a veces paseando a día abierto, por no poder sentarme a su lado ahora mismo, en la cocina, oliendo a madera vieja y a carbón quemado mezclado con la última comida del día, y poder pregutnarle cosas; muchas. Todas. Yo, tanto tiempo alardeando de mi gusto por la Historia, y tenía al lado Historia Viva nacida desde 1916. Ella quizá tenía metido en la cabeza, aún, el ronco zumbido de los Fiat italianos sobrevolando las calles de Avilés, soltando la metralla en los tejados de la plaza de Abastos y derruyendo parte de la fachada del ayuntamiento, en 1937.
A lo mejor ya no lo recordaba. Pero a lo mejor sí. Y yo, debería habérselo preguntado, para atesorar ese recuerdo y transmitirlo a los que vengan después.
Fueron 91 años de lucha, de brega, de trabajo constante.
Y fue quizá una corazonada, lo que me llevó a visitarla en vísperas de mi viaje a la Capital, en agosto de 2006. Fui solo, pero tenía la sensación de que aquella oportunidad no podía dejarla escapar una vez más. Y menos mal. Hablo conmigo sin darse importancia, aconsejándome con una humildad impropia de alguien que con 91 años aconseja a otro alguien de 26. Lo que me contó no voy a reproducirlo aquí. Sólo diré que fue la vez que más cerca de ella me sentí, como si supiera que estaba siendo la última.
"Cuando vengas, ven a verme a mí también". Una vez más Rubén incumplió su palabra. Parecía que ella siempre estaría ahí, que siempre estaría bien. Sólo era descolgar el teléfono, sólo era doblar a la derecha en lugar de seguir de frente. Pero un día ya no estuvo. La voz de mi madre (no podría haber otra voz mejor para eso) me lo hizo saber, ese febrero de hace dos años. Se había ido.
No llegué a tiempo. Sólo para llevarla en el último tramo, la última salida. Era febrero pero hacía un extraño día de primavera. Un sol manso, tranquilo, una luz reposada. Una pura metáfora de esa sonrisa que, ahora, solo podía evocar en mi mente.
Ahora, la echo de menos. Quien quiera que lea esto, quizá no le sirva para nada, y quizá, tal vez, contribuya a hacer reflexionar sobre aquellos que siempre están ahí y que, a lo mejor por eso, no tratamos como realmente merecen. Luego, el lamento es tan sólo la frustración de un deseo.

Te echo de menos.

Epílogo.
Meses después. Tarde gris. La casa en silencio, el viento agita su soledad impuesta. En un acto reflejo, golpeteo el cristal de la cocina. Nadie responde. Oscuro. Ana me aprieta la mano. Me esfuerzo en llorar, pero no me sale el llanto. Del rosal arranco una flor, y allí, en el alféizar de la ventana, solitaria, la dejo tendida.
Ojalá nunca se marchitase.

Ahora sí. Ahora, ya me sale el llanto.

P.D. Papá, este va para Tí.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Nunca se llega a tiempo, siempre quedan cosas pendientes, por mucho que se haya hablado o visto, siempre quedan cosas por decir o hacer, por eso soy mas partidaria de hechos que de palabras, así que no le des mas vueltas. Yo sin embargo me quedo con la satisfacciòn de haberla "engañado" con lo de "ya todo está bién", al menos le evité que se fuera con ese sufrimiento, que sé que lo tenía, y recuerdo como si fuera ahora la sonrisa que me dedicó. También me alegro mucho de haber estado sus últimas tardes con ella, fueron muchos años en la familia. Y, sí, a mi también me queda el recuerdo de su sonrisa y la bondad que tenía, sin duda era la mejor de toda la familia, y aquello tan suyo de...pero como puede haber gente tan mala??. Yo si soy creyente y sé que está en el sitio que le corresponde y cuidándoos a todos.
Besos.

RASC dijo...

Gracias por esas últimas tardes, las mismas en las que yo no pude estar, más pendiente de una mierda de viaje que de ella.
Esa es mi astilla. Lo siento.

Miss Perseidas en continuo desvarío dijo...

Ey Rubensín, qué tal todo chico?
Pues nada, pasaba a saludar, que como ando perdida por ahí...
Pues eso, un besazo y hasta pronto.

RASC dijo...

¡¡Cuanto tiempo Perse!!

Por aquí todo bien, espaciando más mis artículos en el tiempo, dado que nadie los lee, jajaja.
Espero que todo te vaya bien, que disfrutes del verano y que pronto reanudes el contenido de tu blog.

Besotes.
R.