A veces imagino a determinados personajes
en extrañas circunstancias. Digo Metro De Madrid Informa como puedo decir Renfe
Cercanías les Agradece Que Hayan Viajado Con Nosotros. Y "por
extrañas" circunstancias me refiero a situaciones que se salgan fuera de
lo comúnmente relacionado con tales personas. Por ejemplo me imagino a Manuel
Azaña paleando grijo (o gravilla republicana, por supuesto), o a Beethoven
sexando pollos (le pega: cada pollo una nota), a Tolkien preparando un café en
un chigre después de 11 horas de trabajo continuado, sudoroso, aguantando
estupideces de los clientes e imbecilidades aún más flagrantes de algún
jefecillo torvo. Quizá el gran Miklós Rózsa habría sido un encorsetado empleado
de notaría que malviviese laboralmente notando, mientras tanto, cómo la música
bullía en su interior, soñando despierto con ser un gran músico. Tal vez don
Miguel Delibes sintiese cómo las palabras se le escurrían entre los dedos
mientras, en un universo alternativo, cargaba carbón en los barcos amarrados cerca
de la Junta de Obras del Puerto. Luego, de noche, Miguelito se sentaba a
escribir, con sus yemas negras, y sus huesos muy cansados, y aun así las más
noches tecleaba aunque apenas unas breves líneas fuesen; no había otro Camino y
quien lo probó, lo sabe.
No hablo de mejor o peor, de justicia o
injusticia. Solamente me los imagino.
Hace poco iba en el metro de Madrid (te
informa), 7:30 de la mañana, apretujado ora contra la ventanilla, ora contra el
grueso cristal de la puerta. Gran calor en la calle aun tan temprano, cerca de 30
grados, y el andén del metro, si bien en sombra y bajo tierra, tampoco
representa un fresco refugio. Además, casi siempre hay que esperar. Miro el
móvil, deslizo el dedo, levanto un momento la vista y veo cómo a lo largo y
ancho del andén casi todo el mundo está con la cabeza gacha, como yo, absorto en
sus pequeñas pantallas. Me siento una más de las ovejas y guardo el móvil.
Será un día largo, difícil, complicado; un
día más entregado sin remisión a un trabajo que no me gusta. Además, el calor;
además, la espera de pie; además, cuando llega el metro cada vagón es una lucha
por la supervivencia y la conquista del espacio, ya no sideral, sino personal.
Te apretujas contra quién sabe quién, o quién sabe qué: una mochila, un culo,
un bastón, una cabeza, una mano, un sobaco. Es éste, el del sobaco, un universo
particular que depende de varios factores: persona, hora, día y posición.
Pero juntemos, juntemos todo esto en la
gran marmita de los mitos concomitantes: el sudor, la respiración mezclada con
muchos otros alientos, un cabello cercano que arrastra un fragante olor a
champú que trae recuerdos casi lejanos, el frufrú de la ropa, la piel que se
pega por el calor, la barra donde te agarras como otros tantos millones de
trillones de manos y que te espera caliente en verano y fría en invierno.
Nueva estación y entran más viajeros. Ese,
ese es el referido momento en el que toca apretujarse contra la ventanilla o el
cristal grueso de la puerta anaranjada con gomas negras. En ese interesante
momento recuerdo lo de palear grijo, sexar pollos, servir en un chigre y
cargar carbón. Y, bueno, pienso que en comparación siempre puede haber algo
peor: cierto es que me fui de Asturias para encontrar algo mejor, pero tampoco
tuve que irme de Hungría a Inglaterra, Francia y EEUU como debió de hacer
Miklós Rózsa para progresar en la música y el cine. En mi infancia no tuve que
huir varias veces de casa porque mi padre llegase borracho y las pagase conmigo
a golpe de cinturón, como le sucedió al bueno de Beethoven; además, sordo de
momento no estoy. Tampoco he perdido a mi esposa y me he sumido en una
depresión que haya terminado por derrotar por entero mi ánimo, como le ocurrió
a don Miguel Delibes. Tampoco se me ha roto el corazón ante tanta y tanta
guerra y sinrazón como a Azaña, ni he tenido que cargar frente a una trinchera
alemana con un germánico de casco pinchudo volteando el codo en la manivela de
la ametralladora, como vivió de cerca Tolkien, quien, por cierto, tuvo en su
vida un único recuerdo de su padre: agachado, escribiendo su nombre en una
maleta.
¡Es cierto! Pero mi mejilla sigue contra
el cristal, las manos y los brazos pegados al cuerpo para ocupar el menor
espacio posible. Entonces pienso que sí, que todo eso está muy bien, pero mi
mente juega una última mano ganadora: imaginar en esa circunstancia a Arturo
Fernández.
Hijo de un anarquista bastante significado
en la cuenca minera que tuvo que pasar años en el exilio. Supo lo que era el
hambre, la clase baja, las penalidades. Para ganar dinero practicó boxeo en
Mieres. Para ver a su padre tenía que apuntarse a excursiones que peregrinasen
al santuario de Lourdes. En una de éstas su padre le dio 9.000 pesetas para que
se las diera a su madre, y Arturo, en el viaje de vuelta, paró en Bilbao y se
gastó 7.000. El mismo Arturo que, según dijo, solamente aprobó en su vida “dos
asignaturas: religión y flauta” en el colegio de los Hermanos de la Doctrina
Cristiana en Cimadevilla (Gijón). Su madre trabajaba lavando botellas por 4
pesetas al día.
Los orígenes, la infancia, ¿determinan nuestro pensamiento? O, si no lo
determinan, ¿lo permean al menos? Arturo haciendo de “galán”. Arturo diciendo
que “Franco me queda a la izquierda”. Arturo afirmando que la gente del 15M es “fea
por fuera y por dentro”. Arturo siendo activo defensor de Aznar y la derecha en
general (en su derecho estaba). Arturo diciendo que nadie se metió con su padre
cuando éste regresó, y que pudo volver a su trabajo… después de años no de
vacaciones sino de exilio. ¿Cómo casa esto con sus orígenes? No lo sé. Quizá a
veces nuestro principio parece no influir demasiado en nuestro final.
Arturo como exportador de asturianía; una
Asturias covadónguica, fabádica, cachópica, santiniana, qué guapina yes, que
limpio está Oviedo con las fuentes y el fontán, la sidra, el orbayo con O, la
danza prima, los carballones, el Asturias Patria Querida en cualquier ocasión
menos en las solemnes como correspondería al himno que es, sobre todo si hay
bebida de por medio para cumplir fácilmente el tópico.
Arturo y su chatina. Chato no era por “corto”, sino por xato: ternerito en asturiano. Mi tío también lo decía (¿cómo estás,
chatín?), así que tengo mucho cariño a esa expresión.
Gracioso era su personaje (siempre idéntico)
de galán fracasado que se ríe de sí mismo y consigue el favor del público.
Porque favor lo tuvo, y mucho: teatros llenos y críticas favorables de sus
incondicionales. Reconozco que me reía con él en alguna de sus últimas
interpretaciones en cine y televisión. Y confieso que me repugnaban casi todas sus
palabras vertidas en entrevistas y declaraciones varias. Confieso, igualmente,
que de vez en cuando me gusta imitarlo, para desesperación de mi mujer.
Sin embargo, al César lo que ye del César:
defendió a una mujer que estaba siendo flagrantemente discriminada por su edad
y su aspecto físico, y lo hizo sin saber que había cámaras grabándole, sin
público, sin escenario sin aplausos.
Arturo Fernández en el Metro de Madrid a
las 7:30 de la mañana. El perfecto Armani arrugado, el perfume mezclándose con
los efluvios axilares, el ondulado cabello cano despeinado por los codos que se
alzan agarrándose a las barras superiores.
Tal vez el Metro en hora punta no esté
hecho para la seda. La galantería llevada al último extremo es francamente
difícil de aplicar con tu napia arrugándose en el cristal. Chato chato.