miércoles, 27 de junio de 2018

Entre la Forja y la Posguerra


En cierto sentido, todos somos hijos e hijas de la tradición. De la traditio, en un sentido más general, auténtico y filológico del término. Cualquier artista merecedor de ser considerado como tal por su obra y por su cultura, crea aquélla dentro de un marco, mayor o menor, de tradición artística. De ahí que no se pueda entender a Miguel Ángel Buonarroti sin antes echar un vistazo a Fidias y Praxiteles; a Cervantes sin Homero, Manrique, el Mío Cid y Amadís de Gaula; a Howard Shore o John Williams sin Beethoven, Wagner, Mahler o Miklós Rózsa; a Goya sin Velázquez, a Toulouse Lautrec, Manet y Van Gogh sin Rubens, el Greco y la escuela flamenca.

Empiezo así porque me gustaría reseñar dos libros, ensayo y novela, los cuales creo que se insertan en una o varias de las poderosas líneas troncales de alta cultura española. Me estoy refiriendo a ‘La Reinvención del Quijote y la forja de la Segunda República’ (Renacimiento, 2016) y a ‘Parte de posguerra’ (Coolbook, 2005). Ambos, por supuesto, de Luis Arias Argüelles-Meres (Llanio, 1957).
Una frase célebre, mayormente atribuida a Cánovas, sentencia que la política “es el arte de lo posible”. Pues bien, puedo afirmar que ‘La Reinvención del Quijote’ pone ante los ojos del lector, o más inventa –de inventus, “algo nuevo que viene”- una explicación, creo que irrefutable, sobre las anchas bases culturales que dieron lugar a la Segunda República a través del poso que la obra de Cervantes fue dejando en dos generaciones: la del 98 y la novecentista o de 1914. Descubrimos, por tanto, una no tan delgada línea que engarza a, bajo mi punto de vista, tres personajes principales: Unamuno (‘Vida de don Quijote y Sancho’), Ortega (‘Meditaciones del Quijote’) y Azaña (‘Cervantes y la invención del Quijote’). Por las páginas de ‘La Reinvención del Quijote’ aparecen más nombres propios como María Zambrano, Pérez de Ayala, Salvador de Madariaga, Américo Castro, Ramiro de Maeztu e incluso un ruso: Iván Serguéyevich Turguéniev (‘Hamlet y don Quijote’, conferencia de 10 de enero de 1860… curioso día el 10 de enero: tal día nacería 20 años después Manuel Azaña. Todo está enlazado con el ingenioso hidalgo mediante).

Y es que todo parece estar relacionado, de una u otra forma. Y es que la tradición republicana, añeja, tiene uno de sus jalones en la Primera República de 1873, aquella que fue llamada “la República de los profesores”. En este sentido, no estaría de más recordar que uno de los cuatro Presidentes del Poder Ejecutivo de la Primera República, Nicolás Salmerón, fue nada menos que catedrático de Historia en la universidad de Oviedo y de Metafísica en Madrid, gran conocedor del llamado krausismo, inspirador éste, a su vez, de la Institución Libre de Enseñanza, de cuyo fundador, Giner de los Ríos, fue Salmerón amigo. Igualmente otro de los presidentes de aquella efímera República, Emilio Castelar, fue catedrático de Historia filosófica y Crítica de España en la universidad de Madrid.

Luis Arias expone y desmenuza, a través de las propias palabras de los protagonistas, los hechos hilados de un patriotismo quizá desconocido para el gran público, más acostumbrado a banderas, himnos y gruesas expresiones. Se trata, por el contrario, del patriotismo de nuestra cultura ejemplificada en Don Quijote y Sancho, auténtico caldo de cultivo que acabó endulzando las mentes más preclaras de aquéllas generaciones.

La pareja Don Quijote-Sancho representa el diálogo del pueblo español escindido en esos dos personajes (…) pues es el coro de la tragedia”, dice María Zambrano (discípula de Ortega), a quien Luis Arias cita para ejemplificar el sentido trágico de don Miguel; sentido trágico que, por otra parte, el universal bilbaíno llevaría hasta el final de sus días, además sin duda de quijotesco. Y creo, atrevidamente, que si para algo el Quijote sirvió a la República, fue para tratar de descubrir lo español, esa España que duele y acongoja, que reluce y se oscurece tanto a sí misma como a todo lo que pueden alcanzar las altas cumbres de su historia, de su presente, y de su porvenir. Tal pudo ser, pienso, ser el objetivo clave de los que principiaron e inventaron una nueva forma de pensar España. Forma no unívoca en lo morfológico, sin duda, con diferente orden de prioridades, de actuaciones, de visiones… pero con un alto sentido de lo español como nuevo: como nueva tragedia, como nueva  expectación, o como nueva esperanza.
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Con nueva expectación me refiero a Ortega, un autor que me cuesta bastante comprender en toda su plenitud. Dice él mismo: “Hay dos Españas, la España oficial, corrompida, decrépita, viciada, y la otra España incipiente que aspira a vivir y que amenaza ser ahogada cuando todavía está sin formar.” Y añade: “Yo, que soy español (…), siento el patriotismo, pero como una espada atravesada que me hiere cada vez que me muevo.” En sus ‘Meditaciones”, Ortega trata de España: “de una España a la que pretende descifrar sirviéndose de la gran novela de Cervantes”. Y no sólo descifrar, sino también encontrar respuestas a los males que aquejaban España en la Restauración, tan bien diseccionados años antes por Joaquín Costa, quien por cierto, en su ‘Oligarquía y Caciquismo’ tiene párrafos que hoy en día le valdrían más de una cita con la Justicia, tal y como anda el patio.
Señala Ortega al Quijote como símbolo, y como enigma, lo cual no deja de ser interesante. Enigma, al fin y al cabo, sobre qué es España: según Luis Arias, para Ortega “cada español, al hilo de lo que es el concepto orteguiano de la circunstancia precisa no sólo hacerse una idea de lo que es su país, así como del momento histórico en el que se encuentra, sino que también debe forjarse su proyecto de vida en consonancia con el devenir de su nación”. Ortega y yo soy yo y mis circunstancias. Ortega y el proyecto de España. Ortega y la expectación sobre la nación. Ortega, al fin y a la postre, y ese “imperativo que todo individuo tiene con respecto a sentirse implicado en la marcha de su país, máxime si el país en cuestión se encuentra en una encrucijada histórica”. Quizá esto pueda yo hilarlo, torpemente, con el Ortega del diario ‘El Sol’ y su “españoles vuestro Estado no existe: reconstruidlo. Delenda est Monarchia”. Es decir: españoles, leed el Quijote, identificad los males de España tan bien alumbrados por Cervantes, pero no caigáis en la tragedia de lo irremediable, en el existencialismo hispánico, sino que, por el contrario, actuad, proyectad en España vuestra propia reconstrucción.

Tal vez me equivoque (seguramente) en esas conclusiones de brocha gorda. Ya dije que Ortega me cuesta mucho.

He dejado a Manuel Azaña para el final porque quisiera entroncarlo con la segunda obra de la que quiero dar cariñosa y admirada cuenta: ‘Parte de posguerra’.

Decía Tolkien que el único recuerdo claro que guardaba de su padre era la figura de un hombre en cuclillas que escribía “A. R. Tolkien” en el baúl del equipaje. Tolkien tenía 4 años y embarcaba con su madre y su hermano en el S.S. Guelph para partir del puerto de Bloemfontein, a comienzos de abril de 1895, rumbo a Southampton. Meses después, en febrero de 1896, Arthur Tolkien moría en Sudáfrica de una peritonitis.
Y decía Manuel Azaña, hablando por boca de Jesualdo de Anguix, personaje de su inacabada novela ‘Fresdeval’, que de su padre vivo “sólo recuerdo un momento. Estoy viéndolo. En mi casa hacen obra. Hay andamios en el patio. Hombres con blusa blanca pican las paredes. Es invierno. Arde una hoguera en el patio. Yo me acerco a hurgar la lumbre. Sentado en un cajón un hombre que entonces me pareció viejo (…) se calienta. Es barbudo, se arropa en un levitón negro, roto, sucio. No lleva sombrero. ‘Un pobre’, me digo. (…) Sonríe. ‘¿Tú eres el señorito de la casa? Ya serás un escolapio’, dice. No recuerdo mis respuestas. (…) Entonces llega mi padre, ¡tan alto! Yo era un boliche… ‘¿Qué haces ahí, rata? Vete.’ Manda con severidad, pero su voz suena afectuosa.” Esteban Azaña, quien por cierto fue alcalde de Alcalá de Henares, autor de una ‘Historia de Alcalá’ y bajo cuya alcaldía se inauguró la estatua de Cervantes (1879) que aún hoy preside la plaza del mismo e inefable nombre, entonces llamada plaza del Mercado o plaza Mayor. Esteban Azaña murió cuando Manolito tenía solamente 10 años.
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Y en una maniobra literaria menos alambicada de lo que pudiera parecer, paso de Tolkien a Azaña y de ambos a Luis Arias, quien también, por supuesto, habla de su padre: “Recuerdo a mi padre la mañana del 1 de abril de 1964 sosteniendo el diario «Pueblo», cuyo titular celebraba los 25 años de paz. Los titulares eran escandalosos hasta decir basta en todos los periódicos. Recuerdo su gesto de impotencia. En la novela me lo imagino escribiendo unas cuartillas holandesas todo lo que pensaba y sentía en ese momento.” De su padre, Manuel Antonio Arias García, «Antón de la Braña» (1913-1986), Recuerdo a Luis Arias, el 2 de octubre de 2016, en la presentación de su libro recopilación de artículos ‘Desde la plaza del Carbayón’ (Septem, 2016) en el Centro Asturiano de Madrid. Allí mencionó, en su intervención final, a su padre Manuel, citándole y al que yo ahora cito de memoria, con todo el respeto: “No todo es imposible. Las utopías a veces se hacen realidad. No puedo olvidar que la Segunda República existió.” ¡Ojo! No confundir la Utopía con la Quimera. Ésta es lo irrealizable, lo imposible, la falsa promesa a sabiendas; la utopía es lo anhelado, lo esperado, aunque a Ítaca nunca llegues pero el camino, el viaje, merezca la pena. Luis Arias, su padre, su biblioteca y los libros de la colección Austral que Manuel, ya ciego, acariciaba pasando sus manos por el lomo y las cubiertas. Y es que Manuel fue un maestro republicano.
Siempre vivió en una aldea, Cornellana, y se educó con la Institución Libre de Enseñanza y los pensadores de la República. Durante toda su vida admiró mucho a Azaña, porque como muchos maestros republicanos veía en él al líder de un proyecto de Estado, donde lo más importante era que los pobres pudieran estudiar como los ricos, donde la cultura y la educación eran la herramienta del progreso del país.”

Resultado de imagen de azaña y unamunoAzaña, Ortega, el proyecto, Krauss y la ILE, la cultura, el Quijote. Dice Luis Arias en las conclusiones de ‘La Reinvención’: “Cuando veo documentales sobre el final de la República, con las imágenes de multitudes de personas abandonando, derrotadas y abatidas su país, me resulta inevitable interpretar ese espectáculo como los escombros de la que fue una de las utopías contemporáneas que más admiración despertó en el mundo. Y es precisamente en esas imágenes donde hay que encontrar, con dolor, con temor, con temblor, los designios y la vocación de aquello que se vino forjando en 30 años irrepetibles de la historia de España.”

La República como utopía encarnada, como ínsula barataria, como sueño de la razón. Una República compleja, con luces y sombras. Y es que el bienio radical-cedista también es República, como lo son las deportaciones masivas a Baleares de anarquistas sin que a Azaña le temblase el pulso, como lo es Casas Viejas, como lo es Castilblanco, como lo es las iglesias quemadas a comienzos de mayo de 1931, como lo son, ya en Guerra, las checas, los paseos, las vejaciones a eclesiásticos y eclesiásticas (vivos y muertos), Asturias en 1934 y Paracuellos, y todos los fusilados por su condición, ideología, significación, o porque simplemente estaban en el lugar equivocado, o eran víctimas de habladurías y rencores. Es necesario decir esto, creo. La admiración y el interés por un proyecto, por un periodo, por una persona, no puede ocluir nuestra mirada. Como dicho debe ser también, que aquellos asesinados, culpables e inocentes, matados en mal nombre de la República, ya tuvieron su reparación histórica, su recogimiento, sus honras. Las responsabilidades en todos los hechos y sucesos que he mencionado son variadas, nunca unívocas o solamente “de la República”, así, en general.

Sin embargo, si tuviera que escoger, si me obligasen a definir a la República segunda, no me templaría el pulso al escribir que aquélla es el bienio de Azaña, y algo más: todo el periodo que abarca desde el encarcelamiento de Azaña en Barcelona, pasando por las miles de cartas que inundaron las sedes de Izquierda Republicana solidarizándose y exigiendo su liberación en aquella farsa e ilegal detención, continuando con el de Alcalá lanzándose a recuperar la República en los llamados Discursos de campo abierto, los cuales concluyeron en octubre de 1935 con el mitin de Comillas: un campo en la carretera de Toledo que aquel día llenaron cientos de miles de personas hasta la aún inalcanzable e irrepetible cifra de casi un millón.

Hablaba Luis Arias de los exiliados. Pero había otro exilio, también durísimo: el exilio interior. Del “sueño de la razón que convirtió al país en un aula”, a las holandesas que el protagonista de ‘Parte de posguerra’, Juan Arango, rellena por las noches en La Prohida, cerca de Nalona, ficticios lugares a la vera del Narcea. Insisto, todo está relacionado: he leído la novela en los viajes en tren al trabajo, desde Alcalá de Henares (cuna de Azaña y de Cervantes) hasta mi trabajo en una notaría (Azaña fue funcionario de la Dirección de Registros y del Notariado) en el centro de Madrid, teniendo yo que pasar al lado del palacio de Villamejor, sede de la presidencia del Gobierno y donde Azaña presidió el consejo de ministros. Veo, quizá, lo que ellos veían transformado por el tamiz de los siglos y los años. Soy, qué duda cabe, absolutamente inferior a ellos.
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La prosa de Luis Arias en esta novela es recogida, como demanda la historia. El manejo del castellano es admirable. No en vano estamos hablando de un doctor en Filología Hispánica, y de un profesor de Lengua y Literatura, ampliamente premiado y reconocido en Asturias y en España. No hay alardes puramente formales o estéticos: cuando la prosa se eleva lo hace con un sentido concreto. Por ejemplo: “(…) el tiempo que permanecí en prisión mientras deambulaba por aquella cárcel masificada, por aquel dolor humano, mi referencia estaba en La Prohida, en mi infancia, en mi adolescencia, en los mejores momentos de mi vida, aquellos en que me sentí eterno. (…) Quiere decirse, cuando nos revelamos animales fantásticos y las yemas de nuestros dedos acarician esa superficie electrizante que demanda ser reconquistada. Sigo hablando, pues, de Ítaca. (…) Julio de 1927. Tiempo de segar y de recoger la yerba. Tiempo de cerezas. Tiempo para el ensueño.” Más: “En agosto, la parra de uva que cubría y engalanaba el porche de mi casa se ponía esplendorosa. Desde el banco en el que nos sentábamos a tomar el fresco al oscurecer era fácil alcanzar las primeras uvas que degustábamos.” Este último párrafo me retrotrajo a mi propia infancia en la finca de mi abuelo, pero ésa es otra historia, qué duda cabe.

parte de posguerra (ebook)-luis arias argüelles-meres-9788416053254La influencia de su admirado Clarín es indudable. Yo la he percibido en este párrafo:

(…) había una aristocracia muy rancia en todos los sentidos, con tenderos y con campesinos que la invadían los días de mercado, pero a quienes se les mantenía con todas las distancias que la etiqueta marcaba. Y es que, en uno y otro sitio (Nalona y Oviedo) no se respiraba cambio, ni movimiento social. El peso de los apellidos tradicionales era como una muralla invisible que impedía el paso de la modernidad en ambas localidades.”

También me gusta la ironía: “Se había llegado a afirmar (…) que a no tardar mucho, la República prohibiría la asistencia a misa, el bautismo de los niños, y, en fin, todas las ceremonias religiosas. Que eso era sobre poco más o menos  lo que había dicho Azaña en su famoso discurso. Y que ya vendrían luego la abolición de la propiedad privada y el comunismo.”

Resulta curioso comprobar cómo para muchos hoy día, tal ironía ha quedado como explicación última de la República española, pero, una vez más, ése es otro tema.

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Azaña veía en el Quijote las dos vertientes clave: la real y la poética. La experiencia y la fantasía. La historia y el mito. Esto nos podría llevar indefectiblemente a Tolkien, lo cual no deja de ser para mí algo maravilloso. Depositaba Azaña en Cervantes una fuente de conocimiento de España mayor, en cuanto a mito o leyenda, que en la propia historia contada oficialmente. Que Azaña pensase la mejor forma de conocer a un pueblo es a través de sus leyendas, de sus mitos, de sus tradiciones, es increíble. Y claro está que el mayor mito español es el Quijote; al menos, para lo que aquí nos ocupa. “En túmulos de escarlata, corta lutos el silencio.”

En ‘Parte de posguerra’ aparecen, también, falangistas renegados, curas de diverso pelaje –uno de ellos se basa en un personaje real que denunció a Manuel Arias por no ir a misa con los niños los domingos-, ricohombres amables y empresarios personificando los caciques inveterados. La historia está contada a modo de flashback en primera persona, volviendo de vez en cuando a ese presente de 1964 de confesiones de ventana cerrada y Radio Pirenaica. La acción, repleta de las más hondas reflexiones hasta los más desapercibidos detalles, abarca desde el inicio en los estudios de Juan Arango hasta su bachillerato y posterior obtención de la plaza de maestro. Un maestro que, al poco, sería uno de los maestros republicanos.

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Al llegar la República, se encargó un informe  a la Inspección de Enseñanza Primaria que arrojó unos resultados desoladores: había unas 32.000 escuelas, y faltaban, al menos, otras 27.000. Ante esto, el Ministerio de Instrucción Pública encabezado por Marcelino Domingo –más tarde co-fundados de Izquierda Republicana con Azaña- respondió con un plan quinquenal (a lo soviético… permítaseme la chanza) para crear 5.000 escuelas por año, creando 7.000 el primer año. Hubo más medidas urgentes mientras se redactaba la Constitución de 1931: decretos para reconocer el derecho de los alumnos a ser educados en su lengua materna aunque ésta no fuese el castellano, un Plan Profesional para los maestros, mejorar su sueldo (que subió a 3.000 pesetas), cursos de reciclaje para el profesorado, Semanas Pedagógicas, asesoramiento de la Inspección del Ministerio, elevación a carrera universitaria de Magisterio… Y la ILE, el puro institucionismo sazonado de más laicismo como gustaba a Azaña: salidas al campo para estudiar naturales, menos coros infantiles y más debates participativos, fin de la segregación con los niños y las niñas en las mismas aulas, supresión de los símbolos religiosos en las escuelas, supresión de la obligatoriedad de la asignatura de Religión (pero manteniendo su enseñanza si la familia lo solicitaba), las Misiones Pedagógicas para “difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares, con especial atención a los intereses espirituales de la población rural” (decreto de 21/05/1931).

Esto ya lo había resumido Azaña en su ‘Apelación a la República’ (1924, publicada de forma clandestina, claro): “Si a quien se le da el voto no se le da escuela, parece una estafa. La democracia es fundamentalmente un avivador de la cultura.”
¡En fin! Dos libros diferentes, pero con denominadores comunes, ramas y hojas de un mismo árbol centenario. Gracias, don Luis Arias, por ambos. Emociona el recuerdo a su padre, que permea toda la novela. Emociona su pasión por Unamuno, Ortega y Azaña, cuyos hálitos alientan toda la obra. La República es escuela, es cultura, es educación, es pasión, es institucionismo. Todo lo que se fue al carajo en 1936. Muchos de los que se decían republicanos no lo eran en verdad, o no en éste sentido, sino más bien pretendían utilizar a la República para sus fines más extremos. De los fascistas ni merece la pena escribir nada aquí. No hubo tiempo para crear esos republicanos cultos, honrados, leídos y orgullosos de su país. Quedaron pocos en pie. Su padre fue uno de ellos. Que el mañana nos dé, a ser posible, Salud, y también, ¿por qué no?, ¡República!

Ya lo dijo Antonio Machado:

"Está el hoy abierto al mañana / mañana al infinito / Hombres de España: / Ni el pasado ha muerto / Ni está el mañana ni el ayer escrito"


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