martes, 14 de abril de 2009

Abril: entre Avilés y la Puerta del Sol

Madrid, 13 de abril de 1931. Calle Arenal confluencia con Plaza de Oriente. Ocho de la tarde.
El gaditano Almirante Juan Bautista Aznar-Cabañas, Presidente del Gobierno, es asaltado por una turba de periodistas, las manos llenas de libretas y lapices de mojar la punta en la lengua.
-Señor Aznar señ... ¡tú, no empujes, coño!
-¡Calla! Señor Presidente ¿cuál es la...?
Se produce un bamboleo en la caterva periodística. La punta de una pluma casi arranca un ojo al Almirante.
-¡Señores, por favor! -grita un escolta, acariciando ya la curvatura de su revólver, nerviosito ya.
Los profesionales de la información parecen calmarse. Uno de ellos, del diario Sol, realiza la pregunta de marras:
-Señor Presidente, ¿hasta dónde alcanza la magnitud de esta crisis?
El Almirante, que había asistido al espectáculo con la mirada ausente, con el desprendimiento de quien se sabe ya en el último vagón, parece volver en sí. Arquea las cejas, y abriéndose paso con la fuerza de sus sesenta y un años, exclama:
-¡Crisis! ¡Crisis, dice usté! ¿Qué crisis mayor puede haber que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano? ¡La madre que parió a este país!
14 de abril. Tres y media de la tarde. Plaza de Cibeles.
Armanda López Trigueros, manola del barrio castizo y cañí de lavapiés, se detiene en la confluencia de Cibeles con Recoletos. Camino a la Gran Vía detiene su paso, brazos en jarra, y vuelve sobre sus pasos. En la fachada gris (es blanca realmente, pero hace años que no se limpia) del precioso Palacio de Comunicaciones se produce una alteración supina: varios operarios están bajando la bandera nacional, roja y amarilla de toda la vida desde Carlos III. Varias manolas y chisperos se arremolinan, expectantes. En la cera de enfrente, la de los señoritos, varias damas cuchichean, alamardas. La bandera nacional desaparece balcón adentro, bajo el escudo imperial de Carlos V. Instantes de expectación. Reaparecen los operarios. Al punto, despliegan de nuevo la bandera.
-¡Hojtia!
-¡Qué qué!
-¡Ej que no vej que no ej la mihma!
-¿É?
-¡Claro, prenda!
-¡Hojtia Chulo! ¡Ej que es la República!
-¡Ya ves!
-¡Ya te digo, Chato!
En la otra cera, la cera de gente bien, un octogenario novelista, el avilesino Armando Palacio Valdés, apoyado en su bastón de paseo murmura para sí protegido por el ala de su sombrero:
-...la niña bonita...
La red telegráfica española ya es tricolor.
Madrid. Seis y media de la tarde. Domicilio de Miguel Maura Gamazo. Calle Príncipe de Vergara.
Niceto Alcalá-Zamora y Torres remueve el café con leche. Francisco Largo Caballero da paseos, meditabundo, las manos a la espalda. Santiago Casares Quiroga mira por la ventana, resguardado por la cortina. Sentado en un sillón de orejas, Manuel Azaña Díaz hace ademán de sorber su café, más oscuro que el de Don Niceto, pero lo deja intacto en la mesilla. Enciende un cigarro, nervioso, sumido en sus pensamientos.
En ese momento la puerta de la salita de estar se abre de súbito y entra Miguel Maura como una centella.
-¡El gentío sube por Lavapiés y Atocha y desde Cibeles y Gran Vía hasta la Puerta del Sol! ¡Telégrafos es nuestro! Podemos contactar sin problemas con los gobernadores civiles.
Alcalá Zamora se entusiasma rápido.
-¡Vámoh! ¡Ehto é la hohtia!
Maura pide un vaso de agua que bebe de golpe, sudoroso. Los guardias civiles se le han cuadrado en la esquina de Principe de Vergara con Goya. Está henchido de ego.
-Señor Alcalá, señores -anuncia con voz grave-: es hora de tomar Gobernación.¡Ahora mismo nos vamos a Sol!
Hay un desconcierto general. Niceto Alcalá echa en seguida mano a su zamarra, y llama a los dos gorilas que tiene por guardaespaldas. Una voz metálicamente castellana se yergue desde el fondo del saloncito.
-Maura, está usted loco.
Es Azaña.
-¿Loco? ¿Loco yo? ¡Loco usted, Azaña, que ve el poder en su nariz y aparta la mirada!
Manuel Azaña se levanta del sillón. El silencio se hace. Camina hacia Miguel Maura. Se detiene, frente a frente, abotonándose los botones de la chaqueta.
-Lo que quiere usted es que nos ametrallen.
-Yo lo que quiero es la República.
-Ya...
Entre todos convencen a Azaña, que se muestra temeroso ante la reacción de las fuerzas de orden público. Largo Caballero confía en la protección de las masas.
-¡Dejad que me vean a mí! Nos pondrán una alfombra. Roja, por supuesto.
Salen a la calle. Toman unos taxis por las bravas. De lejos se escucha un rumor creciente. La calle está semidesierta. Los coches, en caravana, enfilan Príincipe de Vergara cruzando la calle de Goya hasta la calle más castiza de España: la calle de Alcalá.
-¡Recto! ¡Recto! ¡Hasta la Puerta del Sol! -dirige Maura.
Por la Plaza de la Independencia baja un río de gente. Banderas tricolores, francesas y republicanas españolas, también banderas blancas, camiones destartalados vencidos por el peso de sus treinta ocupantes en la carga, motocicletas que pitan, mulas que berrean asustadas, varios niños aprovechan el gentío y lanzan dos petardos que asustan a tres aguadoras que derraman el líquido elemento de sus jarras y persiguen a los niños unos metros; luego, se cagan en sus progenitoras y prosiguen con su negocio improvisado.
En el último taxi, Azaña refunfuña:
-Casares, de esta me fusilan. Ese loco ya verás como se salva, pero a mi me fusilan seguro.
Su amigo Santiago Casares Quiroga, gallego, le tranquiliza.
-Calma Manuel, pronto pasearás por Alcalá a lomos de un corcel imperial.
-Amigo Casares, no seas palurdo.
Azaña se inclina hacia delante y ve cómo se crea un pasillo de gente a ambos lados del primer taxi. Puede ver también cómo Miguel Maura saca el brazo por la ventanilla y propina varios puñetazos a dos manifestantes, tal y como confesará el propio Maura en sus "Memorias".
Hora y media más tarde, a eso de las ocho de la noche. Puerta del Sol.
Miguel Maura se adelanta con Francisco Largo Caballero. En la entrada del edificio del Ministerio de la Gobernacio, en la Puerta del Sol, forma un pelotón de guardias civiles con tricornio.
-Ahora ya sí que nos fusilan -murmura Azaña.
El capitán se adelanta.
-Qué se ofrece a los señores.
Miguel Maura, gallardo, carraspea y toma la iniciativa.
-Pues mire usted, traemos con nosotros el Gobierno de la República Española. Abran paso.
-¿Quién lo manda?
-Yo, que soy el Ministro de la Gobernación.
El capitán se mesa el bigote, pensativo, y se retira unos pasos. Conferencia brevemente con sus subordinados. Azaña siente su corazón desbordándosele por la boca.
-Ya me siento fusilado, Casares.
El guardia civil vuelve donde le espera Miguel Maura en primer plano, y dos pasos por detrás los caballeros republicanos.
-Señor Ministro, a sus órdenes.
Se retira a un lado, cuadrándose. El pelotón presenta armas. Maura, sonrisa de oreja a oreja, recula hacia Azaña. Será primera y la última victoria de Miguel Maura sobre Manuel Azaña.
-Ves, Azaña, como siendo un miedica nunca llegarás a Presidente.
Y así fue como España se despertó. Unos demostraron que el Estado estaba hueco y podrido por dentro, y otros demostraron cómo no pudieron esperar al legal traspaso de poderes del rey Alfonso XIII a través del Conde de Romanones para ocupar los despachos ministeriales.
De todas formas, nadie leerá esta reflexión, pues, como vaticinó Azaña, "en España, la mejor manera de guardar un secreto, es escribir un libro".
Epílogo. Avilés, mañana del 15 de abril de 1931. Calle del Rivero.
La jovenzuela Pacita Pérez se dirige a su trabajo en La Voz de Avilés. Ajena a lo ocurrido en Madrid la tarde anterior, lleva en el bolsillo de la zamarra una carta de recomendación que le ha conseguido su madre Doña María Fernández. Quién iba a decirle a Pacita Pérez que muchos años más tarde tendría un nieto republicano...

miércoles, 1 de abril de 2009

El parte de guerra

Palacio de la Isla. Burgos. 1 de abril de 1939.

-...a ver qué te parece así, Pacón -Franco da media vuelta en su paseo sobre la alfombra de Rangún decorada con madreselvas doradas y alisos extendidos sobre campánulas grises, y blande varios papeles pintarrajeados en la mano derecha. Se aclara la voz y lee, melífluo-: En el día de hoy, primero de abril del tercer año triunfal... -tose, inseguro, reponiéndose al instante- las tropas españolas les hemos dado pal pelo a las hordas rojas... No no , espera Pacón, tacha esto último.
Francisco Franco Salgado-Araújo, alias "Pacón", primo del otro Franco, tacha las últimas ´palabras y vuelve la mirada a su primo caudillesco, poniendo los ojos en blanco de cansancio cuando el primísimo no le ve.
-Tranquilo Paco, tú a tu ritmo.
Franco echa a su primo una mirada por encima de los papeles.
-Qué quieres decir con eso de "a tu ritmo".
-¿Perdón?
-Sí sí, ese tonito.
-Eh... ¿qué tonito, mi general?
-Ah, ahora soy "mi general"...
-Siempre lo has sido, Paco.
-Ya...
Franco se pasa la punta de la lengua por el bigotito y le deja a su primo, de soslayo, una miradita muy suya, de esas de "ya hablaremos tú y yo luego".
-Apunta, Pacón: En el día de hoy blablabla... las tropas nacionales han limpiado... No. Han vapuleado... No. Les han dado por... No. Pacón -el caudillo pone ahora voz sibilina-, ¿tú cómo lo pondrías?
Ante esa disyuntiva histórica, a elegir entre lo que su primo quiere decir pero se ve incapaz de poner en papel, y lo que el último parte de guerra debería decir, Pacón, como buen gallego, no opta ni por lo uno ni por lo otro.
-Yo llamaría a Ramón, Paco.
Franco acepta, con la expresión de admiración escondida por el requiebro de su primo.
-Sí. Que se presente Serrano.
Al punto, entra Ramón Serrano Súñer. No como Franco, sino carente de tripilla, alto, gallardo, al que en petit comité las mozuelas (y no tan mozuelas) llaman Jamón Serrano.
-Mi general.
-Sí, Ramón, estamos redactando...
Franco hace una explicación somera, pero se queda a la mitad, sumiéndose en un silencio ambigüo. Pacón termina de explicar el tema.
-Yo pondría lo siguiente, mi general: "En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1º de abril de 1939, año de la victoria. El Generalísimo Franco."
Franco entorna los ojos, procesa la información, en silencio. Pacón suspira, aliviado. Serrano se mantiene en pie, heroico en su uniforme oscuro y su camisa azul que le quedan como un guante; pero no como un guante cualquiera, sino como un guante de seda (de seda de la buena).
-Podría ser -dice Franco, al cabo-. Que lo lea ese locutor, Fernández de Córdoba. Ahora, juguemos al mus. Pacón, haz preparar la mesa. Que venga Carmencita, tenemos que ensayar antes las palabras a los niños alemanes.
-Sí, Paco. Osea, mi general.
-Bueno -murmura Franco entre dientes cuando nadie le oye, salvo la Historia de España que ya le dedicó un artículo tiempo atrás en este mismo blog-, bueno bueno, qué duro es gobernar.