miércoles, 6 de octubre de 2010

El Tiempo

Se me ocurrió en soledad, en medio de la quietud del mediodía. Ya había pasado la hora de comer, y yo, solo en la notaría, me refugié en la calma de la solitaria sala de firmas para, recostado en un mullido sillón, los pies en alto, leer (al fin) el nuevo libro del profesor Santos Julia: "Vida y tiempo de Manuel Azaña".
Pero no es del político alcalaíno de quien nació mi ocurrencia, sino del propio hecho: la soledad, el sol entrando por el ventanal alargado iluminando las motas de polvo que bailotean en el aire; el silencio, la calma, el tímido rumor del pasar de página. Y yo allí, en mitad de nada, y de todo.
La lectura de la infancia y juventud de Azaña me hizo pensar en los días más recientes. Este último fin de semana, rodeado de amigos, renovó en mí varias cosas, varias creencias. Me reafirmó en mi pensamiento sobre el paso del tiempo. Cuando hablé en mi breve discurso sobre los veinticinco años de amistad con Manuel, y sobre todo al finalizar el mismo, lo más importante fue el abrazo. El abrazo que él y yo nos dimos, y que pareció aislarme de todo lo demás, y poner en valor lo más importante que tenemos: los amigos, la familia, los recuerdos que nos hacen a nosotros mismos. Ojalá todo el tiempo que pasé hablando, lo hubiera hecho abrazado a mi amigo, porque hay veces que no hace falta abrir la boca para decirlo todo.
Es, decía, el paso del tiempo. La sensación, al abrazarme con Manolín, de que por mucho que ocurra, los que nos abracemos siempre seremos los mismos, pasen otros veinticinco años más, o cincuenta. Ese es el bagaje, el legado, y eso es lo más importante del último viaje a tierras cántabras de Corocota.
Porque el paso del tiempo es, por ejemplo y aunque muchos aún no se hayan enterado, el tema central de la novela "El señor de los anillos", más allá de magos, orcos y fantasía. "Cualquier historia, para ser buena, debe hablar del corazón de los hombres", dijo hace no mucho Pérez Reverte.
Y es desde ahí, desde el corazón de los hombres, desde el que se recibe y se capea el paso del tiempo. Porque el tiempo pasa, la vida sigue, continúa con o sin nosotros. No somos importantes.
De estas cosas me daba cuenta (o recordaba, mejor dicho) hace un rato, solo, con el sol silenciosamente entrando por los balcones. Y porque, para hacer las cosas bien, creo que hay que darse cuenta de estos asuntos, de vez en cuando. No olvidarlas. Continuamente buscamos esto y aquello, imaginamos, deseamos, pedimos... y a veces terminamos olvidando que lo más importante lo tenemos seguramente al lado, muy cerca de nosotros. Unos padres, una abuela, un tío, una familia, unos amigos... todos ellos llenos de recuerdos y experiencias que el Tiempo les ha tallado en sus memorias, y que, juntos, son el legado, el tronco del árbol de la memoria. Eso es lo importante.
Hace poco más de una semana, inmerso en terminar la novela que llevo meses escribiendo, ocurrió un suceso:
Atardecía mientras escribía, y abrí de repente las cortinas del minúsculo despacho-terraza en el que palabreo y tecleo palabras y frases. En el cielo, penachos de nubes, horizonte rosado, luz amarilla que se extingue. En la novela, tecla a tecla, tres personajes sufren los avatares de una guerra que comienza y las dudas que esta y aquella situación les provoca. Pero, de pronto, el viejo mayordomo Ramiro coge a Alonso y Teresa y sin apenas decir nada los conduce al exterior de la casa. Amanece en la novela, tras una noche de confesiones y sentimientos. Amenece, nace el día ajeno a la guerra y a las tribulaciones de los hombres.
Juntos respiran el amanecer desde sus corazones.
Juntos, no se olvidan de lo importante.